Marta Osuna.
Me escrudiñaban con la mirada, pero aquel fulgor de envidia que relucía en sus ojos ya no me asustaba. Agaché la cabeza, escéptico. No era de extrañar su hostil comportamiento; sentirían como si les estuviera abandonando. Y así era.
Dos guardias se acercaron con un manojo de llaves en la mano. Vestían de uniforme, con el semblante serio. Dijeron pocas palabras y, agarrándome del brazo, me alejaron de allí, haciendo caso omiso de los bufidos y maldiciones de los demás. Miré al suelo, incapaz de volver a ver el mismo recorrido. Que ¿por qué estaba allí?... Eso carecía de interés, no importaban las merecidas razones por las que había entrado sino las escasas que aún me quedaban para salir.
Atravesamos un húmedo pasillo entre tinieblas, iluminado por el escaso y titilante haz de luz de una de las linternas, apenas con batería. A la derecha, puertas de color verde botella hacían que se me erizara el pelo de la nuca. Odiaba el trayecto que habían escogido, pues los recuerdos eran tan dolorosos...
Todos lo llamábamos El Fin. Eran salas de torturas, no solo físicas sino psicológicas. Nos enloquecían. Aprecié las cicatrices de los latigazos en mi espalda y recordé el agua que una vez me echaron para luego darme calambres con cables. A cada nueva infracción nos llevaban allí, decían que era para hacernos recapacitar, pero después de aquello, o nos quitaban el poco juicio que aún conservábamos o nos convertían en animales. Y si no les dábamos lo que querían cada semana, volvíamos a El Fin.
¿Qué querían?... ¿Acaso no es obvio?... Dinero. Por culpa del vil metal estoy en esta cárcel miserable. Dinero. Y yo no lo tenía.
Muchas veces me decía a mí mismo que era lo justo, pero ¿es cierto? ¿Merecemos ser tratados como animales? No estoy seguro, aunque nunca tendré valor para quejarme.
Empecé a marearme. Notaba mi cuerpo pesado y torpe, choqué contra una de las puertas y los guardias se giraron de inmediato, pensando que trataba de resistirme, y gruñeron algo que apenas escuché. Detrás de aquella puerta alguien gritaba. Un joven. Advertí que era español, probablemente acababa de ingresar. Me pregunté por qué ya no sentía pavor ante sus gritos, por qué me había vuelto incapaz de sentir nada.
Me dijeron que un tal Anónimo ofrecía una suma bastante tentadora por mi liberación y, como era de suponer, ellos habían accedido. Lo que significaba que en un par de horas sería libre. Al tratar de racionalizarlo, noté algo en el pecho y las lágrimas me encharcaron los ojos. Extraño, pero cierto. Había un nombre para aquella sensación: esperanza. Aquella palabra era la más suspirada por todos los cuerdos que quedaban en la cárcel.
Llegamos a una sala amplia concurrida de guardias, con varias mesas con sillas alrededor.
-Espérese aquí -dijo uno de los escoltas, haciendo que me sentara.
Lo hice y escondí mi cabeza entre las manos, ocultas bajo los largos mechones de mi cabello castaño. Un pensamiento estúpido pasó por mi mente: cuando saliera, tenía que cortarme el pelo.
Muchos ya estaban locos, otros querían suicidarse, como si la muerte pudiera liberarlos. También había un grupo que creían ser fuertes, pues eran capaces de dar una paliza a cualquiera que se les encarase.
Recordé a Frank, un hombre inglés, fornido y calvo con unos ojos negros como el carbón. Me rompió tres costillas y el brazo porque no accedí a colaborar en uno de sus macabros planes de escapada. Fue asesinado días después; los presos se habían hartado de su testarudez. ¿Quién podría asegurarme que yo no era el siguiente?
Supongo que si no había sucumbido a la locura, era, probablemente, por dos razones. La primera, Laura, mi mujer. Hablábamos pocas veces, escuchaba su voz entrecortada por teléfono y la manera en la que callaba tratando de no llorar, prometiendo que algún día me sacaría de allí. Nunca conseguí encontrar un reproche en sus palabras.
<<Oh, mi querido Mario…>>, repetía al final de cada frase. <<Sé fuerte… Tu hijo te espera>>. Luis, él era mi segunda razón. Cumpliría seis años en noviembre.
-¡González! –me llamó otro de los guardias-. Puedes salir. Ya está todo listo.
Me condujeron al final de la sala. Abrieron la puerta. La luz del sol me cegó durante unos segundos. Distinguí unos coches a la lejanía y dos figuras frente a mí. Irónico, me había obligado durante demasiado tiempo a parecer un hombre sin sentimientos, pero corrí hacia ellas. Con toda certeza juraría que el sabor de mis lágrimas era el sabor de la libertad.
Mientras corría, varias imágenes se cruzaron por mi mente: innumerables deudas y recibos impagados, apilados en mi antiguo escritorio; el amargo alcohol que descendía por mi garganta; un hombre con una gabardina marrón y una sonrisa siniestra mostrándome un maletín de dinero; la mirada preventiva de mi mujer, como si supiera lo que iba a pasar incluso antes de que sucediera; el billete para volar a América del Sur y, por último, la policía.
Arrestado por tráfico de drogas.
- Oh Mario, mi querido Mario –sollozó en mi hombro, apretándome contra ella.
Inspiré el anhelado perfume de su pelo y volvieron los recuerdos: las voces preocupadas de mis padres, sus gritos, sus reprimendas y más tarde, sus llantos y palabras consoladoras. Mi mujer diciendo que todo saldría bien y la voz de Luis en los primeros días, cuando me aseguraba que mamá me echaba de menos.
- ¡Papá! Por fin paras de trabajar -. Me agaché sin dejar de llorar-. Estás muy feo, papá, y muy flaco. Pero no llores; mamá me ha dicho que ya pasó todo -. Y añadió con voz aguda e infantil-. Conseguimos ayuda, ¿verdad, mami?…
Él no era consciente de todo lo que me había ocurrido. Le cogí, elevándolo del suelo y abracé de nuevo a mi esposa.
Por fin, volví a sentir.
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