"Inmune"

Elena Echániz.



Los cálculos y las palabras caían continuamente sobre el papel, garabateados uniformemente. El sudor le resbalaba por la frente. Alberto era consciente de que lo estaba consiguiendo. En el laboratorio, totalmente desordenado, destacaba un viejo microscopio. Junto a la máquina de aumentos había un una caja de cristal que contenía un insecto que luchaba por sobrevivir.

Encima de la mesa había un bote con soja junto a un aerosol de insecticida. Rubik, su querido gato pardo, ronroneaba entre sus piernas. La ventana abierta, además de dejar paso a la brillante luz del sol, permitía ventilar la estancia.


Alberto dejó de escribir. Con una jeringuilla muy fina y gran concentración se preparó para pinchar al insecto y extraerle una pequeña cantidad de hemolinfa para analizarla. Aunque el bicho no se movía, el pulso le temblaba y las gafas se le resbalaban hasta la punta de la nariz. En cuanto consiguió penetrar la aguja bajo el caparazón del invertebrado y sacarle el fluido, puso una diminuta gota de aquel líquido entre dos portas. Movió la rosca del microscopio y se dispuso a observarla, no sin antes colocarse de nuevo las gafas con un eficaz movimiento de su dedo meñique.


Un latigazo de júbilo y emoción recorrió cada célula de su cuerpo. ¡Lo había conseguido! Aquel era el primer insecto inmune a todos los insecticidas: podría acabar con toda una plantación. Incluso con toda una cosecha.


No cabía en sí de gozo. Ilusionado se dirigió a la puerta para llamar a sus colegas, pero le detuvo un maullido rabioso: pisando la cola de Rubik.


─¡Lo siento! -le dijo al gato-. Ahora mismo vuelvo.
 

Rubik tiraba con fuerza para liberarse de la suela de su distraido dueño. Cuando Alberto levantó el zapato, el gato salió disparado hacia atrás y chocó contra la mesa en la que se encontraban todos los apuntes y recipientes de cristal. La caja que contenía al insecto cayó al suelo y se rompió. El bicho, al sentirse libre agitó las alas, echó a volar hacia la ventana, salió al vacío y desapareció entre los árboles.

Alberto vaciló. Había hojas de papel esparcidas por el suelo «¡Mis apuntes!», pensó. Enseguida descubrió, con horror, que su diminuto “conejillo de indias” había desaparecido. Justo detrás del viejo microscopio, ahora roto sobre el suelo, pudo ver cómo su gato se balanceaba con un corte en el estómago que sangraba abundantemente. Lo cogió en brazos y lo puso sobre la mesa. Mientras le quitaba los cristales que tenía incrustados en la herida con ayuda de unas pinzas, no dejaba de pensar en las consecuencias de la huída de aquel insecto modificado. Era un arma letal contra la agricultura. Alzó la cabeza, pensativo, a la vez que preocupado y se dijo: «¿Y ahora, qué?».


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