Cristina Orts.
La gaviota entró en la ciudad desde el mar, con las primeras luces de la mañana. Ante ella se erguían las cuatro torres de la Sagrada Familia, desafiando las alturas desde el corazón de Barcelona. En el interior de la urbe, aunque el ave no fuese consciente, podía perderse en su inmensidad luminosa. Y es que Barcelona suena a gaviotas que, como esta, surcan el aire.
Barcelona es una música en catalán, hablado por niños y abuelos en las faldas del Tibidabo.
A medida que deshizo su vuelo en mil acrobacias, el día se fue desarrollando bajo sus alas.
El paseo por Las Ramblas, con su aire pintoresco y festivo que convierte la acera en un carnaval; los dulces en La Boquería, aunque no se caracterice por sus baratos precios; el puerto Olímpico alanceado de mástiles y con sus velas blancas desplegadas al viento del Mediterráneo; las carreras en bici por el parque Güell, en donde los niños juegan al escondite con los lagartos de piedra y otros animales de vivos colores que parecen sacados de un libro de cuentos.
Barcelona obliga a un éxtasis ante la fachada de la casa Batlló, misteriosa y fantasmal; disfrutar con el juego de luces de las fuentes de Montjuïc -mágicas, según dicen-; rendirse al silencio sacro que domina La Mercè; a relajar la vista ante los atardeceres que coronan en cada ocaso La Barceloneta.
La ciudad obliga a buscar un extravagante rincón por el barrio Gótico; a contemplar a los fieles cuando se dirigen a la Esglèsia de Santa María del Mar; sortear las altas palmeras dispuestas a lo largo de la Avenida de la Diagonal, que divide la ciudad en dos mitades; competir por ver quién aguanta más tiempo mirando al famoso Colón, que señala la lejana América con su índice; mezclarse con la marea humana que recorre el Passeig de Gracia y embeberse de los escaparates de las tiendas.
La tarde declina y unos jóvenes la aprovechan para tomar un helado en Plaza Cataluña, en donde los <skaters> se retan en ágiles maniobras mientras suena de fondo, casi en susurros, el tímido murmullo del agua de las fuentes.
Y cuando parece que ya no le queda más por ver, la Torre Agbar se prende en azules y rojos sobre la noche.
Entre el aire húmedo del mar y bajo la bóveda cuajada de estrellas, la gaviota decide volver, abandonar la urbe donde todos se despiden con un “que vagi tot molt be”. Busca un resquicio donde pasar la noche, tal vez entre las montañas, pero no puede resistirse y surca el Arc de Triomf, como si fuese un general que regresa victorioso de una campaña militar.
Atrás queda la ciudad de Gaudí, Picasso y Miró; y una sensación extraña, mezcla de anhelo y melancolía. Y es que dicen que: “De Madrid al cielo...”, pero el ave agrega “... pasando por Barcelona”.
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