"Vida eterna"

Fernando Vílchez.



La parroquia del barrio estaba atestada de gente mientras el funeral seguía su curso. Amigos y familiares, todos se habían reunido para presentar sus respetos al fallecido y a su familia.
León jamás se hubiera imaginado que su tataranieto fuera tan querido.
León aparentaba unos treinta años, pero su mirada era la de un hombre cansado de vivir. Tenía profundas ojeras y una barba descuidada. Tras un pequeño tiempo de reflexión, se levantó y salió de la iglesia, dándoles la espalda a su tataranieto y a Dios.
Aún recordaba cuando llegó a aquel barrio, doscientos años atrás. En aquella época, unas pocas cabañas de madera ocupaban el lugar de los abundantes rascacielos. Se había enamorado de una lugareña, Elisa, con la que había tenido cuatro hijos. Al igual que en sus dieciocho relaciones anteriores, el dolor se le hizo insufrible cuando ella murió con ochenta años y en él aún no habían aparecido las marcas de la edad.
Gracias al dinero acumulado a lo largo de siglos y siglos, se podía considerar en una posición bastante acomodada. Sin embargo no tenía casa, por lo que había reservado una habitación en un hotel del centro.
Una vez allí, permaneció varias horas sentado en la cama. Intentaba recordar los primeros años de su vida, pero las peripecias de su largo vagar por el mundo permanecían en la oscuridad. Sólo era capaz de recordar a partir del siglo XIX. Y aún así, los recuerdos se le amontonaban.
Se echó a llorar. Quería morir, irse de aquel mundo que había conocido hasta la saciedad. Todos los días se miraba en el espejo, esperando ver alguna arruga o cana. Pero su rostro y su cuerpo parecían ajenos al paso de los años.
Había intentado suicidarse en numerosas ocasiones, pero por alguna razón sobrenatural, no lo había conseguido. Estaba claro que Dios no quería que León se marchara. Pero, ¿por qué?...
Fue entonces cuando escuchó un sonido tenue que le hizo volver la cabeza hacia el escritorio. Había una Biblia encima. León la cogió. No creía en Dios no había practicado religión alguna. La verdad, lo bueno y lo malo variaban, según él, dependiendo de las diferentes culturas.
Una página se encontraba marcada. Se limpió las lágrimas y, con curiosidad, comenzó a leer. Se trataba del pasaje de Caín y Abel.
Recordó el asesinato de su hermano, recordó a sus padres, recordó su envidia y su pereza a lo largo de la Historia: Grecia, Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración y la edad contemporánea.
Un sirviente del hotel le encontró al día siguiente tumbado en cama. Las lágrimas de arrepentimiento aún no se le habían borrado del rostro. A pesar de todo, había muerto en paz.

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