Blanca Rodríguez G-Guillamón.
Marisa miró apenada a su abuela. La acercó a la ventana del salón y descorrió las cortinas.
–Hace un buen día. ¿Quieres salir conmigo a la terraza?
La mujer no contestó en el momento. Observó el cielo sin nubes y sonrió. No obstante, su respuesta fue negativa.
–¿Quieres ver la televisión?
Negó una vez más con la cabeza y Marisa se rindió. La dejó sola frente al cristal y regresó a su habitación para airearla, cambió las sábanas y recogió la ropa del día anterior. Luego hizo lo propio con el dormitorio de su abuela. Cuando llamaron a la puerta, se disponía a preparar la comida. Era Alberto, su mejor amigo.
–¿Te vienes a la playa? Juan se ha encargado de reunir a los demás.
–No puedo –se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos –. ¿Has olvidado que no soy tan libre como vosotros?
–¿Lo dices por tu abuela?
Marisa asintió con un gesto mudo y le señaló la caja de congelados que tenía en la mano.
–Tengo que hacer la comida. Así que adiós. Pásalo bien por mí.
–No te enfades. Si quieres me quedo a ayudarte. No me importa perderme un día de playa.
–Sí, qué divertido –murmuró con ironía.
Alberto entró en la vivienda y fue directo a la cocina, ante la mirada de resignación de su amiga.
–¿Con qué te ayudo? ¿Me encargo yo de la ensalada?
–No, mi abuela no come ensalada y yo tampoco. Pero Alberto, no tienes por qué quedarte, te lo digo en serio. No me importa si vais a bañaros; lo que pasa es que me gustaría poder ir con vosotros. Es eso, nada más.
El chico asintió y salió de la cocina.
–Voy a saludar a tu abuela.
–No le gustan las visitas.
Él se encogió de hombros mientras desaparecía y Marisa maldijo por lo bajo su mal genio. Se recogió el pelo en una coleta y se puso manos a la obra. Abrió la caja, sacó los palitos de merluza, encendió la freidora, preparó la mesa, conectó la radio y se distrajo hasta tal punto que no se dio cuenta de que Alberto no regresaba. Su madre la llamó para saber cómo iba todo y le avisó de que aquel día no podrían ir a almorzar ninguno de los dos.
–¡Abuela, mamá y papá no vienen hoy! –gritó.
Aunque no esperaba respuesta, le extrañó oír más ruido del habitual. Parecía que se había abierto una ventana, porque las campanillas de la terraza titilaban por la corriente. Marisa cerró la de la cocina y se acercó para comprobar qué pasaba. Cuando llegó, encontró que la silla de ruedas de su abuela estaba vacía. Asustada, porque ella no se levantaba más que para ir al baño, comenzó a llamarla a voces.
–Estamos aquí, Marisa –contestó Alberto desde la terraza.
–¡Alberto! –recordó de repente.
Salió a la terraza y encontró a su abuela cogida del brazo de su amigo y recogiendo flores. Caminaba lentamente por la falta de costumbre, pero con una mirada de felicidad. Alberto le sonrió a su amiga.
–Tienes una abuela encantadora.
–¿Qué haces? Ella nunca se levanta de su silla y, mucho menos, sale a la terraza.
–Ya ves que sí.
Marisa respiró hondo. Volvió a entrar en la casa y, al poco, volvió a aparecer con una bandeja y comida para los tres. Escuchó, mientras lo dejaba todo en la mesa pequeña, cómo Alberto se dirigía a ella con paciencia.
–¿Quiere que nos sentemos a almorzar aquí afuera? Venga, seguro que le gustará. ¿Hacía usted picnic cuando era más joven? Seguro que era una magnífica cocinera.
La anciana asintió, despacio, y se encaminó hacia su nieta. Se sentó en una de las sillas, cogió la cuchara y la hundió en la sopa. Esperó a que los dos jóvenes se sentasen y comenzó. Alberto le dio una caricia a su amiga y le susurró por lo bajo.
–¿Has probado a decirle las cosas con amor?
Marisa observó a su abuela; no recordaba haberla visto tan contenta en mucho tiempo. La besó en la mejilla, sin recordar la última vez que lo había hecho, y se alegró de no haber bajado a la playa con los demás.
–Hoy estás muy guapa, abuela –le confesó al oído.
0 Komentar