Nuria Martínez Labuiga.
-Sé que te va a encantar este regalo. ¡Sigue corriendo!
Se volvió para ver la cara de su amigo, pero no estaba a su lado. Se detuvo en seco junto a una tienda de Swarovski y miró hacia atrás.
-Íñigo, ¡no te pares!
El chico le miró con ojos suplicantes mientras trataba de retener el aire.
Bea fue a cogerle de la mano.
-¿Por qué tenemos que ir corriendo? Hay demasiada gente y el humo de los coches...
-Un último esfuerzo; casi hemos llegado.
El chico continuó junto a ella, esquivando aquella multitud de peatones en San Vicente Mártir. Entraron en la plaza de la Reina, repasando con la mirada todos los aparadores con helados.
-Bea, después de esta locura te invito a un helado.
La chica accedió con un sencillo “sí”.
Llegaron por la calle del Micalet hasta el centro de la Plaza de la Virgen. Al fin, ella se sentó sobre el pretil de la fuente y se quedó mirando la Catedral. Él la imitó.
-¿Estás cansado? -repitió.
El chico asintió, con la mirada fija en aquella maravilla de la arquitectura valenciana, pero con los ojos inevitablemente desenfocados por el cansancio.
-Este es mi regalo, Íñigo: un viaje al siglo XV. No intentes enfocar los ojos, te será útil.
Él se rió, sin entender de qué hablaba, pero Bea se acercó a su oído y comenzó:
-Te llamas Íñigo Otero y naciste en 1.432 -susurró-. Hoy cumples veintidós años. Trabajas con tu padre en un pequeño taller de carpintería, pero esta tarde te ha enviado a agradecerle a la Virgen por este buen año. -Se puso de pie y fue guiándolo con pasos lentos hacia la catedral, mientras su amigo empezaba a visualizar carros con caballos en lugar de coches, y campesinas desaliñadas en lugar de señoras con abrigo y botas de tacón-. Es la primera vez que vienes a la catedral, ¿sabes? -Miró hacia la Puerta de los Apóstoles-. No puedes evitar sorprenderte ante tanta belleza. Lo que más te gusta es el rosetón que corona la puerta y el cimborrio.
-¿El qué?
-El cimborrio: ese prisma que está encima con las vidrieras. -Lo señaló-. Y cada paso te maravilla más. Así es que te haces un firme propósito: aportar algo pequeño a tan gran obra de arte. Primero piensas que podrías hacer un bonito relieve en madera, pero te das cuenta de que solo los mejores artesanos pueden trabajar en una obra tan magna como ésta. No dejarían que uno de tus relieves pasara a la Historia. -Entraron en el edificio sacro-. Así que observas cada rincón de la catedral en busca de una idea. ¿Qué hacer? ¿Cómo aportar?... -Iñigo sonrió divertido, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad del lugar-. Envidias las figuras de santos talladas por grandes artistas y se te pasa por la cabeza hacer un relieve de una flor en cualquier esquina, cuando nadie mire. -El joven se sorprendió-. Pero desechas la idea, porque no quieres estropear la imaginería. -Respiró tranquilo-. Continuas pensando y, tras dos vueltas y media al interior de la nave principal, te das cuenta de que solo hay un modo de formar parte de la historia de semejante obra maestra: buscas en tu bolsillo un trozo de papel y un lápiz que, de tan usado a penas mide un par de centímetros. Escribes tu nombre, tu oficio y una frase y escondes el papelillo tras uno de los pilares de la Capilla de la Resurrección, deseando que un gran hombre, siglos después, encuentre la nota y se maraville con ella una centésima parte de lo que te has maravillado observando el cimborrio. -Se pararon frente a la capilla nombrada-. Yo creo, Íñigo nacido en el 1986, que eres un gran hombre como el que imaginó aquel joven, así es que ve a buscarlo. Quizás aun continúe allí...
El chico se rió mientras alargaba el brazo por detrás de los pilares.
-¡Aquí hay algo!
Bajó la mano con un papel ennegrecido y arrugado.
-¡Ahí va, es un mensaje del pasado! -exageró para que Iñigo se riera.
El muchacho desdobló con cuidado la nota y leyó el mensaje, escrito con la caligrafía de su amiga:
“Íñigo Otero. Ingeniero. No pierdas nunca la capacidad de soñar.”
0 Komentar