"Mi estímulo diario".


Marta Cabañero.





Han pasado unos cuantos años, pero todavía me emociono cada vez que revivo aquellos momentos…
Muy a mi pesar, caminaba por aquellos pasillos. Los hospitales siempre me habían producido una sensación incómoda, mezcla de sentimientos a los que se imponía la soledad. Notaba el rechazo que me producía estar allí. No obstante, me obligué a dar cinco pasos más, hasta la habitación 2012, donde se encontraba Dafne.
Antes de entrar, respiré profundamente. Repasé mi aspecto: la sudadera gris, que era su favorita, mis vaqueros y mis deportivas. Pensé que acudía demasiado informal, pero ella siempre quería aparentar que no pasaba nada. Solo un detalle me podría haber distinguido de los demás transeúntes: un bonito ramo de flores que, por mi timidez, trataba inútilmente de disimular.
Me acerqué a la puerta, que estaba ligeramente entreabierta. Justo cuando iba a golpearla suavemente, escuché una conversación del otro lado.
-Pero, entonces, ¿qué posibilidades nos quedan? -La madre de Dafne bajó la voz-. ¿Es que mi niña ya no se puede recuperar?
-Es difícil. –intuí que el médico tragaba saliva-. Pero aún se puede intentar algo… Estados Unidos. Allí están las mejores clínicas de investigación oncológica.
-Pero, ¿cómo puede ser que no haya ningún donante? –se quejó con impotencia.
-Ha sido mala suerte. Pero para eso existe la medicina, para explorar nuevas posibilidades, de manera que el trasplante no sea un factor tan vinculante. El tratamiento que allí realizan es novedoso. Según las estadísticas, tiene muchas probabilidades de éxito.
Me quedé helado. No podía asimilar lo que estaba oyendo. Dafne, mi mejor amiga, podía… Pensé que aquello no estaba sucediendo. ¡Si apenas un mes antes estaba perfectamente!
Muy a mi pesar, continué escuchando.
-¿Mamá, qué hora es? –preguntó Dafne con voz de sueño.
-Las cinco menos cuarto, cariño. Has dormido diez horas. Salgo fuera un momento para hablar por teléfono, ¿de acuerdo?
Rápidamente, traté de recomponerme. Me sequé los ojos, que se me habían inundado de lágrimas y toqué la puerta.
-¡Hola Alejandro! ¿Cómo estás?
-Bien, gracias. Vengo a ver a Dafne y a traerle unos apuntes. –Intenté sonreír.
-Claro, pasa. Yo vengo en cinco minutos.
Tomé aire y di dos pasos más, hasta que la vi.
Estaba pálida, más que la última vez. A pesar de que parecía tan frágil, me sonreía de oreja a oreja, con aquel brillo en la mirada. Debí de quedarme embobado un buen rato, porque dijo:
-¿Te encuentras bien, Alejandro?
-Sí, si, claro –farfullé-. Esto es para ti. –Le tendí el ramo de flores.
-¡Son preciosas! –me sonrió aún más.
No podía aguantarlo. Aquella conversación era demasiado banal para la situación en la que nos encontrábamos. Sentía que podía morir en cualquier momento, y el corazón se me encogía sólo de pensarlo.
-No me dejes, Dafne –murmuré.
Ella me observó un largo rato con sus grandes ojos.
-Pues claro que no voy a dejarte, tonto.
La agarré de las manos.
-Prométeme que vas a luchar con todas tus fuerzas –me atraganté a mitad de la frase, intentado no ponerme a llorar.
-¿Cuándo he dejado yo de luchar? –preguntó, volviendo a sonreír.
Y así ocurrió.
Dafne no se rindió en ningún momento, ni cuando le decían que cada vez había menos opciones ni cuando le aplicaban los durísimos tratamientos. Gracias a su Ángel de la guarda, que le daba fuerzas una y otra vez, consiguió salvarse.
Ahora tengo a una mujer maravillosa a mi lado.
Aquellos pasillos que con tanto miedo recorrí aquel día, son hoy, curiosamente, mi casa, mi dedicación, pues decidí dedicar todo mi aliento a la medicina, una profesión gratificante, que devuelve la esperanza a la gente, tal y como un día me las devolvió a mí.
 
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