Encendía la radio mientras tarareaba las primeras notas de jazz que se oían entre interfencias. Iba siguiendo el ritmo con el pie mientras la mano derecha se movía en el aire. Después cerraba los ojos y bailaba con una pareja imaginaria. Primero vacilante, después seguro ante ese ritmo que tan bien conocía.
Un pie, el otro, una vuelta y entonces empezaba la trompeta. Un, dos, el piano. Un saxo de fondo. Se imaginaba junto a ella, que le miraba con sus ojos grandes y negros. Se imaginaba su casa en el campo, el olor de los claveles del jardín que llenaba la sala. Y recordaba su sonrisa mientras bailaban, aquella sonrisa enigmática que siempre estaba en sus labios. Hacia delante, hacia atrás, un, dos, vuelta. Ahora la guitarra. Recordaba las tardes en el campo cuando paseaban cogidos de la mano por cualquier camino, sin rumbo. El piano iba in crescendo, tres, cuatro, otra vuelta y entonces ella giraba. El vestido floreado que le había regalado estaba ya algo desteñido por el uso, pero a él le seguía gustando cómo le quedaba. Ahora el saxo tocaba solo. Tarareaba las notas en voz baja, como con miedo de perderse en los pasos, algo imposible ya que la bailaba cada tarde.
Yo miraba la escena desde la puerta de la cocina, sin entenderlo. Pero mi abuelo no me veía. En ese instante sólo existían ella, él y su jazz. Dejaría los recuerdos tristes para más tarde. Ahora tocaba bailar y sonreír. Era su música y de nadie más. Ese instante había sido suyo y lo sería por siempre jamás.
Un saxo solitario marcaba el fin. Sólo entonces él se paraba y permanecía con los ojos cerrados durante unos instantes. Y cuando los abría estaban grises y cansados de recordar. Bajaba los brazos y se dirigía a la radio con paso anciano y una mano surcada de años apagaba la galena mientras reprimía un sollozo.
-¿Abuelo?
-Todo está bien pequeño, todo está bien…- murmuraba con voz ronca mientras me agitaba el cabello con la mano.
Y se iba al jardín, donde pasaba las tardes sentado en una vieja mecedora que nunca quiso tirar.
Por las noches cenábamos en la cocina con mi madre, que después de un largo día en la oficina sólo tenía ojos para nosotros. Y él la escuchaba mientras comía en silencio. Tenían el mismo pelo rizado, sólo que el de mi abuelo ya estaba completamente blanco. Los ojos grandes eran los de mi abuela. Su piel negra era menos oscura que la de sus padres, pero sin llegar a tener ese color café de los mulatos. Y sus manos eran como las mías. Ni del abuelo ni de la abuela. Nuestras, sin más.
Al acabar recogíamos todos juntos y mi abuelo fregaba los platos hasta que mi madre protestaba y lo intentaba sustituir.
-Siempre lo he hecho yo. No pasa nada.
Entonces ella movía la cabeza y sonreía mientras me cogía de la mano para llevarle a la cama.
-Buenas noches, abuelo.
-Buenas noches.
-¿Algún día me contarás tu secreto?
-¿Mi secreto?
-Sí…, para bailar como tú, digo.
-Ah…, ese secreto. Sí, algún día…, cuando seas mayor –y me daba un beso en la frente mientras sonreía.
Desde mi cama le oía subir las escaleras con paso lento y taconeado, marcando una melodía que desde muy pequeño relaciono con él. Cuando llegaba a su habitación abría la puerta y se detenía unos instantes en el umbral. Miraba la oscuridad impenetrable que lo invadía todo. Entonces suspiraba, ya sin tristeza ni nostalgia, sólo con cansancio. Habían pasado muchos años y le seguía faltando ella a su lado.
-Buenas noches princesa –murmuraba mientras besaba el porta fotos de la mesita de noche.
Al acomodarse entre las sábanas, la mujer parece sonreírle en la oscuridad.
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