"Cura de humildad"

José María Jiménez Vacas.



Levi Holthstein había pasado los diez últimos años de su vida inmerso en la escritura de la que consideraba la gran novela de su tiempo. Los resultados de tan magna labor había sido un divorcio, problemas de insomnio y una grave úlcera de estómago.
Hombre disciplinado, Holthstein sabía que la clave del triunfo de todo buen escritor es la perseverancia y un estricto horario de trabajo. Todo ello, sumado a su enfermizo perfeccionismo y a una ambición desmesurada, que él atribuía a la genética (su padre había traducido a más de treinta idiomas los sermones del rabino Grossman), lastraron el avance de su obra. También sabía que escribir es un ejercicio esencialmente doloroso. Y a él, como a todo buen judío, le encantaba sufrir.
En aquellos diez años experimentó un deterioro físico alarmante que, si bien mermó sus fuerzas, jamás arruinó su ilusión. Días antes de concluir su novela, pensó con cierta ironía que el libro se había alimentado de su vitalidad, como un parásito, y que ahora había más de su ser en las páginas del mismo que en su maltrecho cuerpo.
Al escribir la palabra “Fin”, sintió pesar, un extraño vacío que trató de llenar con una copa de vino. Por desgracia, el vacío continuó y Holthstein, convencido de su teoría, se sirvió otro vaso. Cuando la botella quedó más vacía que su espíritu descubrió que, tal vez, estaba equivocado. Era un sentimiento habitual, pensó, el de juzgar que tu vida carece de significado cuando crees que has acabado aquello para lo que naciste. Cervantes lo sintió cuando acabó la página postrera de “El Quijote”. Joyce, al ponerle punto y final a “Ulises” (aunque no recordaba haber visto un solo punto en todo el último capítulo de la novela del escritor irlandés). No debía preocuparse, aunque como judío era recomendable hacerlo, puede que hasta un gesto moralmente obligado.
Minutos antes –tal vez, minutos después– de su aventura con la botella, recibió la llamada de su compañero, el profesor Isaac Krakowsky. Le necesitaba para impartir una conferencia en la universidad: “La crisis existencial del hombre contemporáneo. Decadencia o evolución”, cuestión sobre la que Holthstein había escrito a menudo en el periódico para el que trabajaba. Naturalmente, aceptó, movido por la euforia de casi un litro de vino.
Como buen intelectual, pensó que sería un error arreglarse para la ocasión. Bastaba con su vieja chaqueta a cuadros, gastada por los codos, y su deshilachada corbata negra, la única que guardaba en su armario y que vestía con regularidad, tal y como aconsejaba su padre a los fieles que se congregaban en la sinagoga, hace ya muchos años. Su atractivo semítico haría el resto.
Lo único que disgustaba a Holthstein de aquella parafernalia era pasar una noche fuera de casa. Nada le desagradaba más que hospedarse en un hotel. No se consideraba hipocondríaco, pero le preocupaban los gérmenes que se concentraban en esos lugares: en la moqueta, en las sábanas, en el colchón. Sin embargo, su espíritu emprendedor acabó por convencerle de que en peores lugares había pernoctado.
Por supuesto, se llevó su manuscrito. Lo primero que hizo al llegar a la habitación, fue guardarlo en la pequeña caja fuerte del armario. Después de asegurarse varias veces que funcionaba correctamente el sistema de seguridad –nunca se fió de las apariencias– se marchó precipitadamente a la universidad. Pensó peinarse y arreglarse la barba y sus pobladas cejas, pero por desgracia este pensamiento le llegó tarde; para entonces, se encontraba ante un inmenso auditorio.
Como cabía esperar, su intervención resultó un éxito. No recordaba haber sido arropado jamás por tanta gente. Su padre siempre le recomendó modestia, incluso en los triunfos sonados, pero la cuestión era que su padre jamás había tenido un solo motivo para vanagloriarse. Holthstein saludó emocionado, lloró como un colegial ante las ovaciones del público entregado y fue agasajado por innumerables individuos, muchos de ellos importantes (o eso afirmaban), que no dudaban en reclamar sus servicios para otros actos culturales en prensa, radio y televisión. Ahora ya no necesitaba conjeturar sobre la felicidad que los israelitas habían sentido al alcanzar la Tierra Prometida: Holthstein ya la conocía. En verdad la vida es un valle de lágrimas, pero a veces Yahvé te mira a la cara y te sonríe.
Al día siguiente, abandonó la ciudad y regresó a su retiro en su casa de campo. Debía enviar el libro a sus editores lo antes posible. Si su conferencia había gustado, la novela iba a suponer su consagración definitiva. Ni siquiera el rabino Grossman había alcanzado aquellas cotas de excelencia.
Entonces recapacitó y un escalofrío recorrió su espalda con terrible intensidad, como si una navaja le desgarrase la columna. ¿¡Dónde estaba el libro!? Miró en su escritorio, arrancó los cajones, los vació sobre su cama, removió cada balda de su estantería, rebuscó entre la ropa, en los armarios, en la cómoda, en la alacena... Revisó todos y cada uno de sus maletines. Acabó en un estado de pánico febril, pero al mismo tiempo intentó sosegarse. No había duda de que la novela se encontraba en la casa. Volvió a mirar en los cajones, entre sus mantas, rasgó el colchón, levantó parte del suelo, abrió pequeños agujeros en las paredes en zonas que le parecían huecas... Nada. Rompió a llorar en el inmenso caos en que se había convertido su casa.
Una pavorosa idea asomó a su mente. Intentó apartarla, pero era imposible. Qué estúpido había sido... ¡El libro permanecía en la caja fuerte del hotel!. Antes de continuar maldiciéndose, corrió al teléfono, mas en su ataque de locura había roto los cables. Estaba aislado en su cabaña y nadie pasaría por allí hasta el día siguiente, cuando el jardinero llegara, como todos los martes, en su vieja furgoneta.
Cuando al fin abrió la puerta de la habitación del hotel, dos días más tarde, descubrió que su obra había desaparecido. No quedaba nada, como si nunca hubiera estado allí. Lo que más le sorprendió fue su propia reacción. Lejos de montar un escándalo, de rasgarse las vestiduras o gritar a los cuatro vientos, agachó la cabeza y abandonó el lugar. Era la resignación, como si ya no le quedaran más lágrimas que derramar. Había perdido su libro, su vida. No había nada más que decir. Entonces comprendió lo que Moisés debió sentir cuando desobedeció a Yahvé y Éste le castigó, condenándole a no ver jamás la Tierra Prometida.
La luz de Holthstein se apagó. No intentó escribir otra novela, menos aún reproducir la ya perdida. Se limitó a cumplir su deber con el periódico en el que trabajaba, colaborando de vez en cuando en la redacción de artículos de opinión, pequeños destellos de lo que una vez fue. Su cabeza estaba demasiado ocupada en entender el sentido de su vida.
 
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