Rosa García Macías.
Los compases rítmicos están desbordando adrenalina en mis pies y en mi pelo. Louis Armstrong siempre supo hacerlo. ¿Sabes? Sus notas llevan para mí tu cara, tu olor y tu swing. Nuestro vaivén en las pistas, ahora de color sepia. Nuestras risas inocentes y nerviosas, que ahora son ecos.
Recuerdo el primer encuentro de nuestras miradas. Yo reía a través de un carmín rojo y tú sostenías un cigarro de forma elegante. Justo en ese momento sonaba I need you so con la voz aterciopelada de Elvis. Al instante supimos que esa iba a ser nuestra canción.
Las semanas pasaban raudas entonces, deseando saludar al fin de semana, cuando nos fundíamos en la pista de baile. Yo me creía Sugar, en Con faldas y a lo loco y tú tenías el poder del que, años después, sería el ídolo de nuestra hija: un tal Danny Zuko. Nuestra hija… Llegó pronto. Podría contarlo como una película. pero tú bien sabes que estaría mintiendo. Mi padre, que ya lo sabía, fue un iluminador preguntándome si ya te había dicho que “sí”. Yo me quedé muda y él, al darse cuenta, se dio la vuelta y se fue a su habitación. Tú estabas afuera con el coche. Cuando te lo conté, me dio tal ataque de risa imaginándote de rodillas que te enfadaste conmigo y me preguntaste si “quería casarme contigo o si me iba a estar riendo toda la noche”. Dije que sí a las dos cosas: sabía que si compartía el resto de mi vida contigo, siempre tendría un motivo para reír.
A veces me pregunto cuántos besos pudimos darnos. Nadie podría contarlos... Cada vez que estaba nerviosa, me calmabas besándome a lo largo del brazo. Cuando discutíamos, te acercabas por detrás diciendo que no ibas a poder más con los celos que te causaba el aire galopando por mi pelo. En el momento que supimos que estaba embarazada, te propusiste besar mi vientre cada día al despertar y al acostarte, dando gracias a Dios por hacerte tan feliz. Nadie puede llegar a contar todos esos besos...
Podrías ahora obsequiarme con una de tus frases preferidas: “No te quejes, baby, que se te arruga el entrecejo y parece que vas a cantar una copla” Siempre acababa riéndome…, aunque me supiera de memoria tu frase y tus escenas posteriores taconeando a mi alrededor. Pero no, ahora no es el caso. Simplemente recuerdo con nostalgia e impotencia, lo cual no es lo mismo, aunque lo parezca.
Louis Armstrong sigue sonando de fondo mientras te escribo… Pero su Wonderful world no me suena tan bonito. Parece impulsar mis lágrimas para que bailen sobre mi cara con delicadeza, rozando con su humedad tu recuerdo.
Qué efímera es la flor de la juventud… Cuando la posees, crees que se mantendrá en un verano eterno. Sin embargo… Mientras piensas ya se está marchitando. Cuánto echo de menos que mis pies se muevan casi por inercia, sin esfuerzo, bajo el vuelo de la falda. Cómo añoro mis manos de tacto suave y mi corazón desenfrenado… Ese mismo que ahora reparte por mis venas tu nombre como un cuco que salta de noche, con cuidado de no despertar a nadie.
Tengo frente a mí instantáneas ajadas por el tiempo. Siempre aparecemos riéndonos, con esa dulzura que inspira el blanco y negro. Al su lado, las fotos de nuestros nietos: Alejandro, Minerva y Rafael, la de nuestra primera bisnieta, la pequeña Noah a la que no llegaste a conocer. Le hablo mucho de ti cada vez que viene a verme, y con sus cuatro añitos me escucha con atención. Te quiere, a pesar de no haber podido nunca sentarse sobre tus rodillas.
Adorabas a los niños… Pero sólo pudimos tener una. Creo que de eso aún sigo sintiéndome culpable, aunque me repitieras hasta la saciedad que la Naturaleza impone leyes que no pueden saltarse y que no hay que dedicarse toda la vida a buscar un porqué.
Cuando me levanto y preparo café, a veces se me olvida que ya no estás y lleno dos tazas. Algunos días creo que vas a aparecer por la puerta con el periódico en mano dándome los buenos días. Luego me doy cuenta del error y tiro el café enfadada conmigo misma por ser tan ilusa y tan vieja.
Ayer fue mi cumpleaños. Todos me repetían que no aparento tanta edad, que aún me queda mucha vida y que soy fuerte. Sin embargo, cuando llegó el momento de soplar las velas, noté tu ausencia. Te imaginé ayudándome a apagarlas todas y me sentí muy débil. Me eché a llorar y, entre sollozo y sollozo, repetí tu nombre. ¿Qué importaba apagar aquellas velas si tú no estabas para verlo y apretar mi mano?
Eva pidió al resto que se marchase y se quedó conmigo hasta que me calmé. Me fui a la cama. Cuando noté el frío tacto de las sábanas, una suave brisa, como una caricia, se abrió paso por mi nuca y mi mejilla. Sé que eras tú. Fue tu forma de decirme felicidades, ¿verdad?
La vie en rose es ahora la que marca el compás de mis pies mientras te escribo sentada en tu sofá favorito. Ahora sabes cuánto te echo de menos. Pronto volveré a verte. Podremos escuchar un jazz en calma.
And tho I close my eyes
I see la vie en rose.
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