"La crítica"

Sara Mehrgut.



El estudio es verde lima y gris; las paredes, el techo, el suelo, los escasos muebles. El pintor está tumbado sobre periódicos viejos y sostiene su cabeza con las manos. Su cara está manchada, su peto rezuma aguarrás y una gota de sudor hace equilibrios en su barbilla.
Se acerca más al lienzo y vuelve a empezar desde el principio. Hunde el pincel en tintero, lo sacude, cierra los ojos y da un primer brochazo. Siente como la tinta se extiende, espesa, movida por una muñeca libre; es relajante. Al rato el pincel, ya seco, solo araña la tela. De nuevo esta nervioso. En unos segundos abrirá los ojos y sabe que repetirá la misma operación. La lluvia golpea con fuerza en los cristales. Como antes, al cesar su agitación volvería a buscar aquella hoja de periódico y la relería. En esta ocasión no iba a tardar en encontrarla, había decidido pegarla en la misma jeta de la estatua de la Venus Esquilina. Una mala critica.
Decidido observó la mancha. Tal y como esperaba no era nada, tinta, un movimiento. ¿Una expresión? ¿Le decía algo? ¿Innovador?
Agarró por una esquina el bastidor lanzándolo lejos de él. Lo vio venir un segundo antes de que desapareciera entre sus dedos. El lienzo destrozó el equilibrio de una mesilla provisional y la tabla atravesó la tela.
El pintor no solía tener muy buen olfato. De pronto, advirtió un fuerte olor a aguarrás y se incorporó mareado. Al convencerse de que no conseguiría nada, se puso a recoger el desaguisado. En el frasco no quedaba una gota del disolvente que ahora impregnaba el cuadro formando unas intensas manchas azuladas al mezclarse con la tinta china.
Al ver esto, el joven salio a la terraza.
-¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí!... -exclamó al enfurecido temporal-. Casares, el critico, no volverá a decir que estoy estancado.
La Puerta de Zamora se extendía vacía ante él. La mayoría de los transeúntes se habían refugiado en los soportales. Últimamente el tiempo estaba extraño; las tormentas estallaban en julio a su antojo.
Reconoció una pequeña mancha roja. Era el vestido de Cristina... ¡Con Cristina!. El corazón le dio un vuelco ¿Cuanto tiempo llevaría allí congelada? Imaginó que sus brazos desnudos se habrían tornado azules; casi oía el castañeo de sus dientes desde la ventana.

Pensó que tenía que tener un paraguas en alguna parte. Nervioso comenzó a recoger el estudio. No quería que ella le tomara por uno de esos bohemios disparatados.
¿Que habría pensado Cristina de la critica? ¿Dónde estaba el paraguas? ¿La habría leído?
Ya casi estaba todo en su sitio. Seguro que lo había visto y venía a consolarlo, como él hizo en otras ocasiones.
El verano pasado, la chica del vestido rojo estaba sentada junto a su violín, en uno de los muros del huerto de Calixto y Melibea. Él acababa de sacar sus acuarelas y trazaba el perfil de la catedral salmantina. No hacia frió, pero unos temblores incontrolados atravesaban la figura de la joven, que mantenía la vista en el horizonte. Sollozaba y él pintor no pudo mas que acercarse.
-¿Te encuentras bien?
Unas horas después había anochecido y la violinista finalizaba un hermoso concierto. El velo de la noche ocultaba sus ojos enrojecidos. El artista se despidió citando a un escritor francés <<Lo que te critiquen, hazlo. Porque eso eres tú. >>
Dejó de buscar el paraguas y volvió la vista al lienzo, que seguía apoyado en medio de la estancia. Ese no era él; ni siguiera le gustaba.
Volvía a fantasear con los amoratados labios de Cristina y decidió esconderlo en el cuarto de baño. Pero, ¿dónde estaba el paraguas?
Escuchó el timbre y de pronto fue consciente de que la lluvia había cesado.
-¡Cristina!
Apresuradamente llevó el cuadro al servicio. El paraguas descansaba en la bañera.

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