"Odio los hospitales"

Beatriz Fernández Moya.



Los odio porque en algunas salas huele a muerte, un hedor que se mete muy dentro en los pulmones y te agarra el corazón, como una losa de piedra que se hunde en el océano. Los odio por el olor a comida de régimen que ni alimenta ni llena el estomago. Los odio por la tenue luz de las habitaciones compartidas, donde al que le toca la ventana suele correr la cortina que separa ambas camas, dejando al compañero en la penumbra de los armarios. Odio la luminosidad artificial de los pasillos, dependiente de un puñado de flexos y no de los cálidos rayos de sol, que no pueden penetrar a través de las inexistentes ventanas. Odio las medias sonrisas de los visitantes, que necesariamente se crean una careta de alegría que oculta su verdadero sentimiento ante el familiar enfermo. Odio que haga falta una tarjeta para poder subir a las habitaciones de los enfermos. Odio que la compañía esté racionada, como el pan en épocas de hambruna. Odio a los celadores quisquillosos que no entienden nuestro deseo de pasar las horas junto a los enfermos, pues nos exigen el pase como si fuera la entrada para un espectáculo caro.

Odio las vías intravenosas porque las agujas me hacen perder el sentido. Odio los medicamentos que tardan mucho en curar el cuerpo y no pueden nada contra las enfermedades del alma. Odio las camas con sus barreras que te obligan a hacer contorsionismo cuando quieres besar al enfermo. Odio los sillones junto a los cabeceros, pues sentencian noches de incómoda vigilia. Odio las salas de espera y los partes médicos por la intranquilidad que generan en los que aguardan. Odio el café de las máquinas de los pasillos, que no eleva el espíritu ni en los días de lluvia.
 

Pero amo a la persona que está dormida en la cama. Por ella todos mis odios se vuelven insignificantes, sin sentido, como un grano de arena a la sombra de una gran montaña. Por ella merece la pena hasta pasar semanas enteras en un hospital.

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