Beatriz Fernández Moya.
Esta mañana mi capacidad de aprobar ha hecho la maleta y me ha dicho adiós. Se ha marchado temprano, mientras los demás dormían, para que nadie notara su ausencia, pero yo me he despertado como si me faltara el aire en el momento preciso en el que mi capacidad de aprobar cruzaba el umbral de la puerta para nunca regresar. Su partida me ha dejado tan sorprendida que no he podido suplicarle que se quedara ni salir corriendo detrás de ella. No tengo su teléfono y no sé adónde ha podido ir. Y hoy tengo examen. Y la necesito. Así que voy en su búsqueda.
Me he recorrido todos los tablones de la facultad, y todas las aulas en las que he hecho alguna vez un examen, lugares en los que mi capacidad de aprobar estuvo conmigo dándome ánimos y susurrándome las respuestas correctas al oído, lugares en los que lloramos juntas y en los que nos abrazamos intensamente, llenas de alegría. Pero no la he encontrado, así que he tenido que entrar sin acompañante, cabizbaja y triste, como una mujer embarazada que acude sola a una ecografía porque su marido tiene obsesión por su trabajo.
El examen era de tipo test, pero lo llevaba bien preparado y no he tenido grandes dificultades. Incluso me ha dado tiempo de quedarme embobada mirando fijamente la puerta, esperando que en cualquier momento, mi capacidad de aprobar apareciera con una sonrisa en los labios, para ayudarme, como si nada hubiera pasado. Pero cuando el profesor me ha retirado el examen de las manos, ella aún no había aparecido. <<Las notas saldrán esta misma tarde>>.
Mi móvil vibra anunciando la llegada de un nuevo mensaje. <<Has aprobado>>. Sonrío, pero no puedo evitar pensar que no voy a compartir mi triunfo con quien de verdad quisiera. Alguien me da un suave golpecito en el hombro. Se que es ella y, sin detenerme a mirar, la abrazo fuertemente mientras me susurra al oído: <<Nunca me has necesitado. Tú sola puedes. Ten fe en ti>>.
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