"Mariposas muertas"

David Fuente.



Sobre la pequeña mesita de noche, en un recipiente lleno de hojas de morera, una familia de gusanos se daba un ostentoso banquete. La mesita, que había soportado estoicamente múltiples objetos a lo largo de su vida, sentía flaquear la madera de sus patas, infestada de termitas.
La cama, húmeda, lloraba entre los pliegues de sus sábanas y había lanzando, en un intento sutil, una caricia a la mesita con el vuelo del edredón. Quería aliviar los suspiros de su eterna compañera o que sintiera, al menos, que estaba dispuesta a acompañarla hasta el final de sus días.
Las paredes se erguían con honrosa robustez, aunque ya algo fatigadas de contener el viento gélido de la calle para asegurar una temperatura apacible en el interior. La pared que daba al Norte estaba especialmente afectada, con una herida que le recorría de arriba abajo y le había provocado pompas de pintura que se deshacían en polvo blanco.
El rodapié recibía, como si de una parodia navideña se tratase, ese polvo. Y tras ese portal nevado que era el pequeño agujero roído en la madera, una destartalada guarida de ratones se encontraba sumida en un absoluto silencio, ya que los roedores la habían abandonado por otra madriguera más acogedora.
La puerta cerraba con dificultad, engordada por la humedad que había absorbido desde que el barniz comenzara a cuartearse. Al pomo de latón lo cubrían unos ronchones de óxido verde que resbalaban por la madera. Se encontraba apenas sujeta a las paredes moribundas, rematada por unas maltrechas jambas, dejando pasar el soplo del viento helador bajo sus pies.
Los muebles habían humanizado la casa, colocando a un hombre antiguo y rancio –vintage, diríase hoy si estuviese limpio–, completamente fuera de nuestro tiempo. Tuvieron que conformarse al principio, debido al precio, con que no usase suavizante para las sábanas ni otros productos que mantuviesen brillante la madera, a pesar de los ardientes lametazos del sol de verano. Pero aquel hombre apenas servía ya para nada; no tenía trabajo, no podía pagar la luz, el agua ni la hipoteca. Lo cierto es que ya no daban nada por él ni a la puerta del vertedero.
Un crujido fue in crescendo y, de pronto, un enorme golpe sacudió el suelo de la casa. Una de las patas de la débil mesilla de noche había sucumbido a la voracidad de las termitas, y yacía apoyada contra la cama, envuelta en su abrazo y sus lágrimas, el cajón desencajado por el dolor. La cama aullaba desde lo más profundo del somier. Mirando al techo, despreciaba sus desgracias. ¡Cuánto le hubiera gustado ser de madera –y no de durísimo hierro- para consumirse junto a la mesita, pues no se le antojaba ningún dolor más punzante que verla perecer lentamente a su lado!.
La casa fue deshumanizada el siguiente verano. El golpe de una bota de cuero negro a media altura de la puerta, hizo saltar la jamba en la que se engarzaba el pestillo. Se abrió de par en par, y el poco oxidado impactó contra el interior de la pared. Sacaron a rastras al hombre antiguo, que lloraba sobre la cama. La mesita de noche, la herida de la pared, la madriguera de ratones abandonada y la cama, crujieron al ver cómo se lo llevaban.
Durante el resto del verano, el roer de las terminas fue el único sonido de la casa. Acercándose el otoño, pendían ya de la pequeña mesita de noche dos lágrimas de seda, en cuyo interior la familia de gusanos se apretaba agradeciendo su calor. Con cada suspiro de la mesita –y eran muchos, puesto que las restantes patas estaban a punto de ceder– las lágrimas de seda pendulaban levemente, acunando a los gusanos de seda. La puerta ruinosa soportaba en el exterior un impoluto cartel de propiedad.
Al llegar el invierno, la mesita se había convertido en un montón de astillas. Los capullos de seda y las mariposas muertas yacían junto a ella. Únicamente la cama se erguía con férrea dignidad, aunque sólo lo hiciese para sujetar aquellas sábanas, que eran ya un mar de lágrimas.
 
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