David Fuente.
La caseta del jardín siempre había estado atestada de cosas; ya se sabe, de esos utensilios que una piensa que quizás puedan ser útiles en un futuro, pero que al final acaban abarrotándolo todo. La caseta era un ejemplo de esa extraña afición por acumular. A fin de cuentas, todo aquello lo habíamos comprado, así que estábamos en nuestro derecho de dejar que se pudriese allí dentro, fuese lo que fuese.
En el pueblo casi todo el mundo tenía cuanto necesitaba - aunque algunos necesitaban menos cosas que nosotros-. Es cierto que podríamos habernos ahorrado una importante cantidad de dinero comprando buena maquinaria de forma colectiva, pero tratar con los vecinos nos resultaba demasiado incómodo, además de que a nosotros, en particular, no nos resultaba tan provechoso como a otros. Mejor que cada cual resolviese sus problemas por su cuenta.
Yo siempre soñé con un tesoro. Mi marido me llamaba ingenua, aunque él jugaba a la lotería. Para mí, aquel sueño tenia fundamento. Nuestra casa era una vivienda señorial, de aquellos tiempos en los que allí existían señores –nosotros, que teníamos jardinero, ahora éramos lo más parecido a la aristocracia–. Según parece por el escudo de armas, perteneció a una familia adinerada, no recuerdo el apellido. El caso es que me dio por pensar que quizás aquellos señores que habitaron la casa durante cuatrocientos años, en algún momento habrían guardado algo de oro bajo el suelo, enterrado en las cuadras o por el antiguo entablado del desván.
En aquella época en la que mi marido aún ganaba un buen sueldo, alquilé a escondidas un detector de metales. Podría haber contratado a un profesional, pero encontraba incómodo que aquel hombre desenterrase dos kilos de oro delante de mí, para después pagarle cuatrocientos euros por su labor. Además, el alquiler de la máquina suponía cien euros, así que me ahorraba la diferencia si no había nada. Para sueldos ya teníamos bastante con el del jardinero, que no iba a encontrar oro sino malas hierbas, aunque estoy segura de que alguna vez cortó más de un clavel para esa novia suya. Mi marido hace ya mucho que ni me compra ni me roba claveles.
Me pasé todo un día recorriendo la casa con la máquina. Cuando mi esposo llegó del trabajo y me sorprendió rastreando el hall, ni se inmutó. Él no conoce ni un solo producto de limpieza, ni ningún aparato doméstico, así que, quien sabe, quizás pensó que era una aspiradora ultra-silenciosa, aquella que tantas veces le pedí.
El detector de metales me dio más de una alegría, pero de esas pequeñas: parpadeaba la lucecita y pitaba con frecuencia en algún punto. Entonces mi corazón seguía su compás, disparándose cuando el oro ya parecía estar bajo mis pies. Los agujeros en el jardín eran fácilmente excusables, pensaba, lo difícil sería explicarle a mi marido las baldosas rotas en la cocina. Le dije que se me había caído el martillo. <<Y a dónde ibas con el martillo>>. Le contesté que estaba ordenando la caseta del jardín -excusa eterna, pues una siempre puede estar ordenando la caseta del jardín-, que saqué el martillo, que lo vi sucio, que vine a limpiarlo y de repente noté una araña en mi mano, que di un grito y lo solté, y que rompió las baldosas. Él miraba los agujeros algo incrédulo. <<Madre mía, más que soltarlo, parece que lo has lanzado desde el cielo…>>.
Debajo del alicatado había un enorme clavo oxidado. En vez de ser cilíndrico, tenía cuatro caras planas: estaba hecho de forja. Era del mismo tipo que los del portón. No estaba mal, un clavo antiguo –seguro que mi marido lo guardaría en la caseta–, pero no era oro. Ni siquiera valía lo que las baldosas.
No encontré ningún metal precioso, esa es la verdad, pero estuve entretenida. Creo que entendí un poco esa emoción de la lotería: ay, que ahora sí; ay, que ahora sí... Pura ilusión, justo lo opuesto al logro de otras metas, pero oye, algo es algo. Y sobre todo, me sacó de la monotonía de acicalar el caserón. Si antes era antiguo, ahora me resultaba viejo. Sin tesoro escondido, perdía toda su gracia; vaya señores fueron aquellos que tenían riquezas y nada de oro escondido por ninguna parte.
Despedí al jardinero. ¡Ya valía de robarnos los claveles! No íbamos a andar costeando sus amores. Así que me entretuve podando aquí y allá, durante unos meses, el tiempo que tardó mi marido en ver que el jardín estaba degenerando y que no había sido buena idea despedir al chico.
Para entonces tuvimos que mudarnos. La empresa quebró y el caserón era un lujo...
La verdad es que me adapté con ganas al piso en Madrid. Pero desde hace unos meses hay una cosa que me reconcome y no me deja dormir, que me arde por dentro como me ardía el pecho cuando sujetaba aquella máquina que silbaba la melodía del oro. Y es que nunca rastreé dentro de la caseta, no pude. ¡Cómo iba a hacerlo! Sacar afuera todas las cosas me habría supuesto toda una tarde, mucho sudor y otras veinticuatro horas de alquiler. Pero estoy segura de que aquellos seis metros cuadrados, además de estar abarrotados de cosas, escondían muchas más bajo la tierra. El dinero llama al dinero, dicen, y aquella caseta había sido un imán que atraía herramientas nuevas, costosas e inútiles.
No tengo Permiso de conducir y no pienso pedirle a mi marido que me lleve. El taxi hasta el pueblo son setenta euros, más otros setenta de vuelta, más los cien de la máquina y lo que pueda suponer un allanamiento de morada... Quizás pueda pagar al jardinero -delincuente habitual roba claveles- para que me recoja el oro, aunque ese pícaro seguro que se lo queda y me dice que no encontró nada. Definitivamente, hay cosas que debe hacerlas una misma. Cada cual debe resolver sus problemas.
La empresa ahora también cierra aquí, en Madrid. Mi marido ha comprado lotería. He arrancado furtivamente un clavel del jardín público de debajo de casa y me lo he regalado a mi misma. A los dos días, sus pétalos retorcidos yacen sobre la mesilla de noche. Tengo las muñecas cansadas, aquí no hay lavavajillas. Ay, la vida, ¡cómo se agita! Mi marido me ha sugerido que quizás sea necesario que yo busque un empleo. Buscar... Otra vez ese “pi-pi” ilusorio. Y después, quién sabe... Mientras tanto me araña el interior de la cabeza, como si fuera una oruga con convulsiones, la obsesión de haber dejado olvidada, bajo la caseta, una gigantesca fortuna.