"Sal y limón"

Lourdes García Trigo.


Se sienta frente a mí y la dejo hablar mientras sirvo en la barra. Así me entretengo las noches de los jueves. Raya el cristal de la copa con sus largas uñas negras.
¿Es que no ves lo fácil que es?, me dice. Y se balancea en la silla. Les invito a copas y me entregan hasta su alma. Hago como que los escucho, y así los clasifico mejor. Tengo la despensa muy ordenada.
¿Y cómo los preparas?, le pregunto a veces para entrar en su monólogo. ¡Oh!, me responde, cuando tengo mucha hambre los hago sólo a la plancha, con algo de sal y limón. Pero con salsa de champiñones están muy bien. Y hervidos con una pastillita de Avecrem.
La verdad, hunde la nariz larga en el vaso, no entiendo a la bruja del bosque y su manía de comer niños. La pobre ha tenido que hacer una casa entera de dulce. Como lo oyes. Con lo fácil que es venir aquí y presentarse. Los adultos se entregan ellos solos. ¡Ay!, se relame, ¡qué gusto!
Echa hacia atrás la cabeza y ríe. Disimulo el miedo secando vasos. Su risa cristalina parece hasta inocente.

(http://cascarasdefruta.blogspot.com.es/)

"No puedo"

Beatriz Fernández Moya.


No puedo escribirte, porque no queda tinta en el cartucho de mi impresora a color. No puedo ir a comprar un recambio, porque es domingo y los empleados no suelen trabajar por gusto en su único día de descanso. No puedo coger un autobús que me lleve a un lugar donde sea sábado, porque todos los caminos me conducen a ti. No puedo no estar a tu lado.
No puedo decirte que te quiero tanto que no puedo decírtelo. No puedo llegar al portal de tu casa y enmudecer. No puedo pedirte que me ames porque no puedo hacerte en todo momento feliz. No puedo estar a tu altura. No puedo ser como te mereces porque no puedo ser como no soy. No puedo luchar por conseguirte, porque no puedo conseguirte y perseguir mas metas. No puedo soñarte ni hacerte realidad.
No puedo hacerte feliz, porque la línea de tu felicidad discurre perpendicular a la mía, y aquel momento en que se cruzaron está cada vez más lejano en el tiempo. No puedo revivir ese recuerdo, porque es tan dulce que me empalaga hasta su propia mención. No puedo hacerme a la idea de no recordar el color exacto de tus ojos, el olor de tu perfume o el tacto de tu mejilla. No puedo abrazarte porque tu olor se confundiría con el de mi colonia, y la suavidad de tus pómulos es esfumaría entre mis manos ásperas. No puedo besarte porque, por un instante, se apagaría la luz de tus ojos y mi corazón moriría congelado, en completa oscuridad.
No puedo ir a nuestra primera cita; al verme sentirías una profunda decepción. No puedo permitir que sepas que tu admirador secreto soy yo. No puedo llamarte para cancelarla, porque me asusta que lo que tengo que decir, te entristezca.
No puedo reconciliarme contigo porque nunca nos hemos enfadado. No puedo echarte de menos si no estás. No puedo escribirte una carta porque no queda tinta en el cartucho de mi impresora a color.
 

"Voces"

Sara Mehrgut.



Mis lánguidos pasos se orientaron desde el portal en dirección al trabajo. Era un martes insípido. Anhelaba el medio día y su siesta y, sobre todo, mi almohada. En mis ojos, una cándida persiana pedía protagonismo ante la ventolera que azotaba el paseo.
Sin embargo, la mañana andaba ajetreada: muchos coches y los cafés en las terrazas. Toda mi atención se concentraba en abrir los ojos en el momentito justo, para evitar el choque con la olorosa entrega del repostero, con el niño que va a clase de mala gana o con una bicicleta. Ausente, como un maniquí… Eran los efectos de una claustrofóbica noche como la pasada.
Quizás estuviese enfermo… Al peinarme con las manos el cabello, percibí helados mis nudillos. Las palmas, las venas, la piel, pedían ser enguantadas. Mi mirada se empañó en su último pestañeo y sonreí con una mueca torcida. No más lágrimas, me supliqué tragando saliva: el cupo familiar estaba más que rebosado.
Cerré de nuevo los ojos al llegar al cruce. Concentrado en disipar el incipiente dolor de cabeza, escuché un lamento. Era un grito suave, casi silencioso pero agónico. Al momento, alarmado, miré a mí alrededor. Diríase que me comí con la vista todo lo que tenía a mi alcance, provocando que el resto de peatones que esperaban al semáforo me observaran con curiosidad. En algún sitio había leído que no descansar bien podía producirte alucinaciones...
Volví a escuchar el lamento, un agudo lloro, lejano, y entonces me convencí de que salía de mi mismo. Tenso y expectante, empapé mis labios resecos. Una niña con la naricita muy chata se rió de mis espasmos; su madre le atusó el brazo para que siguiera sus tacones a través del paso de cebra.
Sin más dilaciones me detuve frente a la puerta del edificio plateado, consciente de que, fuera lo que fuese aquello que provocaba mi cortocircuito mental, allí no iba a encontrar a nadie en quien confiar si algo marchaba mal en mi cabeza. Asomé la vista a través del ventanuco de cristal que rodea la puerta y, reparando en la afluencia del recibidor, me ajusté la corbata y entré.

Al sentarme en mi despacho, creí que volvían las voces. La palabra <<C-A-F-E-I-N-A>>, con cada una de sus letras, bailó sobre mi escritorio. Al punto me levanté y volví a ponerme la americana para salir de la oficina. Un golpe sordo sobre los zapatos me descubrió el interfono. Acababa de caer de uno de mis bolsillos. Me apoyé en el marco de la puerta y me lo acerqué con pulso tembloroso a la oreja. Mi mujer cantaba... Tras nuestra primera noche en vela por la fiebre y los lloros del pequeño, ella aún entonaba una animada nana.
 


"El canto del cisne"

Emilia Carrasco.



Faltaban cinco minutos para que empezase. Lo había hecho otras veces, pero esta ocasión era especial.
El teatro se llenaba. Entre bastidores, todo el mundo andaba ajetreado, pensando si el concierto sería un éxito o no.
Giulietta recordó la leyenda sobre el canto del cisne: el último sonido que se puede percibir de un cisne que agoniza, es un leve canto, casi imperceptible pero hermoso. Eso mismo le ocurría a ella: desde que el médico descubrió que tenía un problema en las cuerdas vocales y que tendría que dejar de cantar, su vida se asemejaba a la de un cisne en peligro de muerte.
Por tanto, aquella sería su última función. Recordó cómo había descubierto su talento. Fue su profesora de música, una mujer muy sabia. Como tutora, le aconsejó empezar a dar clases para trabajar sus cualidades.
-Podrías tener un gran futuro en la música, Giulietta –solía repetirle.
-La música no es lo mío- insistía ella.
Todos los días, igual, la misma lucha, pero su madre la apuntó al Conservatorio, a pesar de las quejas de Giulietta.
Las clases de piano le resultaban muy aburridas, ya que aquel instrumento era difícil de manejar con maestría.
Un día, de camino al Conservatorio, escuchó por la calle a una señora que se puso a cantar. Se acercó a ella y, venciendo su timidez, le preguntó:
-Disculpe… ¿Podría decirme donde ha aprendido a cantar así?
-Recibo clases de canto, pequeña. Toma el número de teléfono de mi profesora, por si estás interesada. Se llama Anna.
Acto seguido, Giulietta se encontró sola en mitad de la calle.
Así empezó todo... Los miércoles, de siete a nueve de la tarde acudía a las clases de la señorita Anna, donde aprendió a “colocar la voz”, además de un precioso repertorio.
Un buen día, Anna, sorprendida de la rápida evolución de su alumna, le ofreció debutar en uno de los mejores teatros de la ciudad, el mismo donde iba a actuar por última vez.
Las cosas habían cambiado. Las luces, gastadas por el tiempo, daban un aspecto triste a la sala. Parecía que ya no existía interés por la música...
-¡Giulietta!
Volvió a la realidad. No lo había olvidado. Su marido, sus cuatro hijas y sus tres nietos estarían allí para verla y apoyarla. Sabía que necesitaba ánimos.
-Mucha suerte. abuela –dijeron Ricardo, Lucas y la pequeña Tessa, entregándole un pequeño ramo de narcisos.
Poco después, el telón comenzó a alzarse. Le reconfortaba cantar para un auditorio abarrotado. El decorado estaba listo y los cantantes preparados. Nunca hubiera creído que aquellos hermosos sonidos brotarían de su boca con tanta elegancia y energía. El público sabía que Giulietta disfrutaba sobre el escenario.
Aquella noche fue perfecta. La mejor desde hacía tiempo. Al terminar, la gente aplaudía en pie y sin cesar. Le hicieron entrega de una placa conmemorativa y de una enorme caja de bombones. Las felicitaciones se multiplicaban una y otra vez: el alcalde, el dueño del teatro, las ayudantes…, mucha gente a la que no conocía. Estaba claro; no había decepcionado al público.
Sabía que no se volvería a repetir, pero en medio de tantas alegrías, ese pensamiento se desvaneció. Ahora solo pensaba en Anna, y en lo agradecida que estaba a su empeño por hacerle volar.
 

"Oro y claveles"

David Fuente.



La caseta del jardín siempre había estado atestada de cosas; ya se sabe, de esos utensilios que una piensa que quizás puedan ser útiles en un futuro, pero que al final acaban abarrotándolo todo. La caseta era un ejemplo de esa extraña afición por acumular. A fin de cuentas, todo aquello lo habíamos comprado, así que estábamos en nuestro derecho de dejar que se pudriese allí dentro, fuese lo que fuese.
En el pueblo casi todo el mundo tenía cuanto necesitaba - aunque algunos necesitaban menos cosas que nosotros-. Es cierto que podríamos habernos ahorrado una importante cantidad de dinero comprando buena maquinaria de forma colectiva, pero tratar con los vecinos nos resultaba demasiado incómodo, además de que a nosotros, en particular, no nos resultaba tan provechoso como a otros. Mejor que cada cual resolviese sus problemas por su cuenta.
Yo siempre soñé con un tesoro. Mi marido me llamaba ingenua, aunque él jugaba a la lotería. Para mí, aquel sueño tenia fundamento. Nuestra casa era una vivienda señorial, de aquellos tiempos en los que allí existían señores –nosotros, que teníamos jardinero, ahora éramos lo más parecido a la aristocracia–. Según parece por el escudo de armas, perteneció a una familia adinerada, no recuerdo el apellido. El caso es que me dio por pensar que quizás aquellos señores que habitaron la casa durante cuatrocientos años, en algún momento habrían guardado algo de oro bajo el suelo, enterrado en las cuadras o por el antiguo entablado del desván.
En aquella época en la que mi marido aún ganaba un buen sueldo, alquilé a escondidas un detector de metales. Podría haber contratado a un profesional, pero encontraba incómodo que aquel hombre desenterrase dos kilos de oro delante de mí, para después pagarle cuatrocientos euros por su labor. Además, el alquiler de la máquina suponía cien euros, así que me ahorraba la diferencia si no había nada. Para sueldos ya teníamos bastante con el del jardinero, que no iba a encontrar oro sino malas hierbas, aunque estoy segura de que alguna vez cortó más de un clavel para esa novia suya. Mi marido hace ya mucho que ni me compra ni me roba claveles.
Me pasé todo un día recorriendo la casa con la máquina. Cuando mi esposo llegó del trabajo y me sorprendió rastreando el hall, ni se inmutó. Él no conoce ni un solo producto de limpieza, ni ningún aparato doméstico, así que, quien sabe, quizás pensó que era una aspiradora ultra-silenciosa, aquella que tantas veces le pedí.
El detector de metales me dio más de una alegría, pero de esas pequeñas: parpadeaba la lucecita y pitaba con frecuencia en algún punto. Entonces mi corazón seguía su compás, disparándose cuando el oro ya parecía estar bajo mis pies. Los agujeros en el jardín eran fácilmente excusables, pensaba, lo difícil sería explicarle a mi marido las baldosas rotas en la cocina. Le dije que se me había caído el martillo. <<Y a dónde ibas con el martillo>>. Le contesté que estaba ordenando la caseta del jardín -excusa eterna, pues una siempre puede estar ordenando la caseta del jardín-, que saqué el martillo, que lo vi sucio, que vine a limpiarlo y de repente noté una araña en mi mano, que di un grito y lo solté, y que rompió las baldosas. Él miraba los agujeros algo incrédulo. <<Madre mía, más que soltarlo, parece que lo has lanzado desde el cielo…>>.
Debajo del alicatado había un enorme clavo oxidado. En vez de ser cilíndrico, tenía cuatro caras planas: estaba hecho de forja. Era del mismo tipo que los del portón. No estaba mal, un clavo antiguo –seguro que mi marido lo guardaría en la caseta–, pero no era oro. Ni siquiera valía lo que las baldosas.
No encontré ningún metal precioso, esa es la verdad, pero estuve entretenida. Creo que entendí un poco esa emoción de la lotería: ay, que ahora sí; ay, que ahora sí... Pura ilusión, justo lo opuesto al logro de otras metas, pero oye, algo es algo. Y sobre todo, me sacó de la monotonía de acicalar el caserón. Si antes era antiguo, ahora me resultaba viejo. Sin tesoro escondido, perdía toda su gracia; vaya señores fueron aquellos que tenían riquezas y nada de oro escondido por ninguna parte.
Despedí al jardinero. ¡Ya valía de robarnos los claveles! No íbamos a andar costeando sus amores. Así que me entretuve podando aquí y allá, durante unos meses, el tiempo que tardó mi marido en ver que el jardín estaba degenerando y que no había sido buena idea despedir al chico.
Para entonces tuvimos que mudarnos. La empresa quebró y el caserón era un lujo...
La verdad es que me adapté con ganas al piso en Madrid. Pero desde hace unos meses hay una cosa que me reconcome y no me deja dormir, que me arde por dentro como me ardía el pecho cuando sujetaba aquella máquina que silbaba la melodía del oro. Y es que nunca rastreé dentro de la caseta, no pude. ¡Cómo iba a hacerlo! Sacar afuera todas las cosas me habría supuesto toda una tarde, mucho sudor y otras veinticuatro horas de alquiler. Pero estoy segura de que aquellos seis metros cuadrados, además de estar abarrotados de cosas, escondían muchas más bajo la tierra. El dinero llama al dinero, dicen, y aquella caseta había sido un imán que atraía herramientas nuevas, costosas e inútiles.
No tengo Permiso de conducir y no pienso pedirle a mi marido que me lleve. El taxi hasta el pueblo son setenta euros, más otros setenta de vuelta, más los cien de la máquina y lo que pueda suponer un allanamiento de morada... Quizás pueda pagar al jardinero -delincuente habitual roba claveles- para que me recoja el oro, aunque ese pícaro seguro que se lo queda y me dice que no encontró nada. Definitivamente, hay cosas que debe hacerlas una misma. Cada cual debe resolver sus problemas.
La empresa ahora también cierra aquí, en Madrid. Mi marido ha comprado lotería. He arrancado furtivamente un clavel del jardín público de debajo de casa y me lo he regalado a mi misma. A los dos días, sus pétalos retorcidos yacen sobre la mesilla de noche. Tengo las muñecas cansadas, aquí no hay lavavajillas. Ay, la vida, ¡cómo se agita! Mi marido me ha sugerido que quizás sea necesario que yo busque un empleo. Buscar... Otra vez ese “pi-pi” ilusorio. Y después, quién sabe... Mientras tanto me araña el interior de la cabeza, como si fuera una oruga con convulsiones, la obsesión de haber dejado olvidada, bajo la caseta, una gigantesca fortuna.

"La inspiración del escritor"

Suyay Chiappino.



Nos esperan grandes éxitos. Pero, ¿los buscamos? ¿los ansiamos? Cuanto necesitamos está al alcance de nuestra mano. Es cuestión de tomar la iniciativa e ir a por nuestros objetivos.
¿Dónde esta nuestro lugar? En el mundo hay un espacio para todos, aunque muchas veces muramos asfixiados, ahogados entre tanta gente. ¿Dónde se esconde la humanidad entre todas esas personas?
Pero no voy a escribir sobre ideas inconexas. Quiero hablar acerca de la inspiración de un escritor. De dónde viene. A dónde va. Cómo se mantiene viva…
Un escritor sin inspiración es como un maniquí desnudo, como respirar hidrógeno en lugar de oxígeno, como un zapato sin su pareja, lo mismo que un calcetín solitario, como un bebé sin el pecho de su madre, como una fuente vacía. ¿Quién lo dice? Yo, que escribo, puedo afirmarlo. La inspiración son las ansias de compartir, de contar, de escribir, de escupir sobre el papel todas esas manchitas negras que van formando un mensaje con contenido, con sentido, con forma, que van expresando una idea, el conjunto que lo es todo en un instante. Si se desvanece alguno de sus elementos, ya no nos queda nada. Un papel en blanco y el cursor con su incansable parpadeo.
Escribir es compartir una visión, un ideal, un pensamiento. Plasmarlo, dibujarlo, eternizarlo. Es permitir que todo lector entre en nuestra mente, vea el mundo a través de nuestros ojos y comprenda alguna idea esencial de nuestra cabeza, capaz de haber inventado un mundo, una historia, un momento, una fantasía. Nuestro escrito puede ser una crítica o puede regalar colores nuevos que dan vida a criaturas antes inimaginables, que llenan de riqueza el tiempo de lectura. Puede resultar una tarea amarga si el trabajo final es cruento. Pero también puede ser una creación bonita.
Si pretendemos opinar, más vale que sea con fundamento. Para hablar hay que saber. O tal vez no, pues las palabras valen el instante en el que existen. Después desaparecen. Hay mensajes, sin embargo, que quedan grabados en la memoria, que nos marcan definitivamente.
Estamos hablando de escribir, no de parlotear. De instruir con coherencia. Así es que al escritor que desee realizar esta misión, solo le queda servirse de su inspiración, alargar la mano firme para retenerla con mimo. Y si la deja escapar, si la pierde entre tanto ruido…, quedará condenado a un silencio sepulcral.