Nuria Martínez Labuiga.
María terminó de servir la sopa de fideos en un cuenco y la llevó al comedor.
-Juana, ¿tienes hambre? He hecho fideos, de los que te gustan.
La anciana miró a su hija y sonrió.
-¡Qué rico! Hoy me han enseñado la tabla del cuatro en el colegio -hizo una pausa, mientras se ayudaba del bastón para levantarse-, pero a mí me gusta más cuando hacemos bordados.
Se sentaron las dos a la mesa y María le sostuvo la cuchara. Solía preguntarle a su madre qué edad tenía, de manera que -durante sus crisis de alzheimer- sabía a qué atenerse o de qué hablarle.
-Once años -contestó está vez-. ¿Te ha contado mi madre los bordados de flores que hice ayer?
-La verdad es que no, Juanita; cuéntamelo tú.
Su hija asentía, interesada, a la vez que le ayudaba a cenar, a pesar de haber escuchado docenas de veces aquella historia, como tantas otras... <<Es como un viaje al pasado>>, les decía a sus hermanos.
Cuando terminaron, fueron a la habitación de la señora Juana. María la acostó y arropó de la misma manera que su madre le había enseñado tiempo atrás, durante los años que trabajaron juntas en el hospital de la ciudad. Encendió la lámpara de la mesita de noche.
-Señorita, ¿sabe qué me gustaría ser de mayor? -dijo con educación-. Enfermera. Ser enfermera y trabajar en el pueblo, cuidando a los vecinos. También quiero un esposo y tres hijos. Los llamaré María, Vicente y Rafael.
Dicho esto cerró los ojos y se hizo un ovillo entre las mantas.
<<Resulta curioso>>, pensó al acariciarla, <<al escuchar sus fantasías de adolescente, compruebo que aquella niña no dejó ni un sueño por cumplir>>.
Le dio un beso en la frente, apagó la luz y dejó la puerta entreabierta al salir.
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