Las sombras atravesaban su piel. Temblaba agachado junto a la escalinata de la catedral. Procurando fundirse con el muro, avanzó hasta el final de uno de los laterales. El fuerte viento nocturno camuflaba sus jadeos aterrados. El corazón golpeaba en su pecho, intentando escaparse; el miedo recorría sus venas. Los pinchazos en el costado le recordaron que había recibido una puñalada. Mirándose la mano, confirmó que estaba perdiendo mucha sangre.
Un fuerte mareo le obligó a apoyarse en el muro, y a respirar durante unos minutos. Pronto continuó su sigiloso avance. Tenía que avisar a los suyos antes de que fuera demasiado tarde. Al llegar a la esquina confirmó que el camino parecía despejado. Sacando fuerzas de donde no las había, comenzó a correr calle abajo.
Las suelas sueltas de sus viejos zapatos resonaban contra el empedrado, y el eco parecía llegar a toda la ciudad. Al compás de su carrera, la sangre seguía fluyendo por la herida; pero él se obligaba a no mirar. Tenía que llegar, tenía que avisarles... Si no lo hacía… La cara de Raquel se le presentó ante sus ojos e imprimió mayor brío a sus piernas. Llegaría, aunque fuera lo último que hiciera.
Pero parecía que la suerte no estaba de su parte. Al girar en una de las bifurcaciones, se topó de frente con uno de los guardias. Los dos cayeron al suelo por el encontronazo. La sorpresa hizo que a pesar de que sus miradas se encontraran frente a frente, el guardia tardara unos momentos en reconocer al bandido que llevaban tanto tiempo buscando. Para cuando lo hizo, ya era demasiado tarde. La sombra de Hugo se perdió entre las callejuelas.
Hugo sabía que aquel desafortunado incidente iba a cobrarse un alto precio. El guardia no tardaría en avisar a sus compañeros, que ya sabían a dónde tenían que ir a buscarle.
Siguió corriendo. La tenue luz que iluminaba las calles era más que suficiente para marcarle el camino. Aún a ciegas, hubiera podido llegar desde la otra punta de la ciudad hasta aquel balcón bajo el cual tantas veces había cantado serenatas.
Lo reconoció en cuanto lo tuvo a la vista. Era el padre de Raquel. Parecía que volvía de atender a uno de sus pacientes. Se metía en casa en ese momento.
-¡Don Manuel, don Manuel!
El hombre se giró. Su mirada amable mostraba cierto cansancio. Por eso tardó un rato en percatarse de que la situación era urgente.
-Hombre, Hugo. ¡Tú por aquí! No sé, yo creo que Raquel llevará ya rato durmiendo…
-No, don Manuel, esto no tiene nada que ver con Raquel…
En ese momento las fuerzas le fallaron y se derrumbó sobre el médico. Las voces de los guardias comenzaban a resonar por las calles.
Le tumbaron sobre la mesa de la cocina. Apenas abrió los ojos, se encontró con los de Raquel. Se dieron un fuerte abrazo que le cortó la respiración. Las lágrimas inundaron la cara de Hugo. Besándole una y otra vez, ella repetía entrecortadamente:
-Hugo, Hugo… Te dije que no fueras… Oh, Hugo…
Su padre consiguió separarla del malherido.
-Raquel, déjale respirar… Ha perdido mucha sangre. Menos mal que ha conseguido llegar hasta aquí. –Miró al desvaído bandido y se dirigió a él muy serio–. Hugo, tienes que contarme qué ha pasado. No podemos perder tiempo.
-Nos han descubierto. Tenemos un topo.
La madre de Raquel, que había permanecido en silencio, dejó escapar un grito ahogado.
–Esta noche ha habido una redada -prosiguió-. Sabían a qué hora y dónde encontrarnos. Marcos, Santiago Pérez y Lobera han muerto. Yo recibí una puñalada, pero conseguí escapar.
-¡¿Y qué ha pasado con mi Juan?! ¡¿Qué han hecho con él?!
Los gritos de María, la hermana de Raquel, resonaron por la casa.
-Se lo han llevado. Pero sigue con vida y no lo matarán. No pueden permitirse más ejecuciones.
Los llantos sustituyeron la anterior histeria. Hugo volvió a respirar un par de veces antes de continuar hablando. Apretó la mano de Raquel. Debía transmitirles un mensaje.
-Don Manuel, escúcheme. Tienen los papeles. –Ahora fue el médico quien adquirió un tono ceniciento. – Uno de ellos lo comentó al terminar la redada. Vendrán aquí. No pueden probar nada, pero les vigilarán e interrogarán. Tendrá que tener especial cuidado.
-No te preocupes Hugo, yo…
La puerta se abrió de golpe. Un tropel de guardias se apelotonó en la cocina.
-¡Quietos en nombre de la ley! Tengo órdenes de… – La cara del hombre brilló de felicidad al descubrir la sorpresa que le aguardaba en la mesa de la cocina. –Vaya, vaya... Con que aquí tenemos a Hugo Bravo…
El movimiento fue rápido, inesperado. Un seco disparo acompañó al desgarrador grito de Raquel.
-¡No!
Los flácidos dedos entre sus manos le confirmaron que ya no podía hacer nada. Hugo Bravo, el bandido de los madriles, había muerto.
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