José María Jiménez de Vacas.
El señor X quería suicidarse. Hacía tiempo que había olvidado los motivos que le empujaban a ello, aunque estaba seguro de que los tenía, y, según creía recordar, eran más que razonables: eran sencillamente irrebatibles. De todos modos, ¿acaso el hombre necesita siempre de motivos para actuar? De vez en cuando hace cosas y punto, sin más.
No era la primera vez que lo intentaba, sino la sexta. Desde la cornisa de un edificio lo suficientemente alto, el señor X rememoró todos y cada uno de sus intentos frustrados:
“La primera vez fue muy difícil, como ocurre con todas las primeras experiencias. Uno no está muy seguro de querer hacerlo, o de saber hacerlo, y se acobarda. ¿Conseguiré mi objetivo? Imposible de saber. ¿Sentiré dolor? ¡Dios! Espero que no, aunque con todo lo que he sufrido en esta vida, qué más da, sobre todo si la respuesta a la primera pregunta es un rotundo “sí”. ¿Alguien llorará mi pérdida? Bueno... ¿aparte de mis acreedores? Tal vez mi abogado, que se quedará sin su mejor cliente, y el del bar de la esquina, que no sabrá qué hacer con tantas cajas de whisky en su trastienda. Lo que sí es seguro es que mi mujer no llorará, o al menos no lo hará hasta que descubra el montante total de las deudas que le dejo en herencia. ¿Hay otra vida después de ésta? La respuesta a esta pregunta es, con probabilidad, la razón de que muchos se hayan replanteado su decisión; cobardía o prudencia, eso no lo sé. Por lo que a mí respecta, si hay algo después de todo ésto, algo así como un castigo para los tipos como yo, dudo que sea peor que lo que dejo aquí.
Caí desde un quinto piso y pronto me di cuenta de que me había quedado corto. Con la cara aplastada contra el asfalto, masticando una pasta de sangre y trozos de dientes astillados, supe que seguía vivo. Todo mi cuerpo era un cúmulo de lesiones, roturas y heridas. Me preguntaba si algún hueso permanecería aún intacto. No sabía que el cuerpo pudiera contener tanta sangre. Hasta parpadear me suponía un sufrimiento atroz.
“Tiene suerte; podía haberse matado”. Aquel comentario del médico, lleno de inocencia, me habría hecho reír sino fuera porque al hacerlo los veintiún puntos que sostenían cada músculo de mi cara habrían reventado.
Mi segundo intento fue en el propio hospital. Después de varias semanas me encontraba mejor: podía respirar sin que me doliese. Más animado que nunca, aprovechando uno de tantos momentos de soledad en mi habitación (creo recordar que no di mucho trabajo a quienes allí trabajaban), arranqué una a una las sondas y tubos que me conectaban a infinidad de sustancias y aparatos. Esperé durante unos interminables minutos alguna reacción de mi cuerpo. Dolor o mareo, o cualquier otra cosa. Recuerdo que, contrariado, llegué a pensar si habría muerto ya. Pero no fue así, porque a la mañana siguiente me dieron el alta. “¡Un milagro!”, gritaban algunas enfermeras. Ese día me hice muy popular en el hospital.
Una vez en casa, comprobé que todo seguía igual. Mi mujer había redecorado los baños, nada más. Como no andaba por allí, decidí poner en marcha mi tercer y definitivo intento. Probablemente fue entonces cuando olvidé las razones de mi obstinado empeño por morir. Sí, creo que en ese momento el asunto se convirtió en una cuestión de orgullo.
Llené la bañera de agua tibia, me sumergí con toda calma y me abrí las muñecas. Así de sencillo. A los pocos minutos, me invadió un terrible sopor mientras el agua se teñía del inconfundible color rojo oscuro de la sangre. Mi mujer, siempre tan oportuna, me despertó de mi placentero sueño, pero ya no estaba en la bañera sino sobre mi cama, con los brazos vendados. Me gritaba y me insultaba. Le pregunté por qué me había salvado la vida. Me dijo que acababa de comprar esa maldita bañera: “Y mira cómo me la has puesto de sangre...”.
Del cuarto intento prefiero no hablar. Es demasiado vergonzoso. Sólo diré que había un arma de por medio y que ahora no puedo sostener un vaso con la mano derecha, por insuficiencia de dedos.
En lo que respecta a mi quinta y última intentona, fue quizás la más inteligente por ser la más segura y menos... desagradable, digamos. El plan consistía en recluirme en el garaje de casa, cerrar todas las puertas y ventanas, tapar con toallas húmedas cada hueco de ventilación y poner en marcha el motor del coche. En cuestión de minutos, según había leído, el dióxido de carbono del tubo de escape me aseguraría una muerte rápida y casi indolora. El caso es que, una vez dentro del garaje, descubrí que no había coche. “Cariño, ¿sabes dónde está el Renault?”, pregunté de regreso a la cocina. “No lo sé”, fue su respuesta, que yo debía interpretar como “La última vez que lo vi se lo llevaba la grúa”. Era la tercera vez que ocurría este año. ¡Dios mío! ¿Qué pude ver en esa mujer?”.
Ahora, ocho meses después de su primer ensayo de suicidio, el señor X se disponía a saltar desde la azotea del rascacielos más alto de la ciudad. Treinta pisos, casi cien metros de caída libre. Si no moría ahora se consideraría inmortal, para su desgracia.
A su derecha, una mujer de unos treinta años se encontraba en su misma situación, de pie sobre la cornisa, al borde del abismo. No había reparado en ella hasta entonces, y parecía que tampoco ella en él.
-¿Qué número hace ya? –preguntó de improvisto la misteriosa mujer.
-¿Número? –respondió el señor X, entre molesto y sorprendido por la intromisión.
-Sí; intentos de suicidio. ¿Cuántos? ¿Es el primero?. Éste es el décimo para mí.
El señor X, casi instintivamente, contestó a la pregunta.
-Para mí es el sexto... Bueno, ¿qué más da? –masculló entre dientes.
La mujer soltó una carcajada.
-Mi marido me abandonó. Llevo intentándolo desde entonces. Antes lo hacía para llamar su atención. Me gustaba cuando me cogía de la mano en la habitación del hospital y me preguntaba por qué lo había hecho. Dejó de hacerlo tras mi cuarto intento –su voz se quebró. Segundos después pareció recuperarse-. ¿Cuál es tu motivo?
-¿Mi motivo?
-Sí. Algún motivo tendrás para quitarte la vida.
-Es la primera vez que me lo preguntan –el señor X dudó qué responder–. Yo... ya no me acuerdo. Esa es la verdad, ya no me acuerdo –y bajó su mirada, fijándola en el pavimento de la calle que le esperaba si decidía saltar.
Nunca antes había dudado, ¿por qué lo hacía ahora?.
-Qué triste... Alguien sin motivos no debería hacerlo. La vida es maravillosa, ¿sabe usted?
-Sí, pero es también otras muchas cosas.
La mujer sonrió tímidamente y perdió su mirada en el horizonte, en algún lugar entre el cielo y la tierra.
Aquella mujer parecía entenderle. No sabía nada de ella, pero se sentía más cerca de esa persona que de cualquier otra que hubiese conocido nunca. Quiso abrazarla. Esa conversación lo había cambiado todo. Entonces la vio saltar al vacío. Voló como un ángel, en el más absoluto silencio, con su ropa abombada por las embestidas del viento. Después vino el ruido sordo del impacto y otra vez el silencio. Incluso desde tan lejos, supo que había muerto en su décimo y último intento.
El señor X no entendía cómo un ser tan luminoso había podido hacer aquello. Para él nada había cambiado, pero extrañamente nada era ya lo mismo: en su interior algo se había convulsionado violentamente. Decidió que no habría una sexta vez. Sentía que se lo debía a aquella mujer. Ahora quería vivir.
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