Sara Mehrgut.
Templada y riente (como lo son las del verano de la turística playa de San Juan) resplandecía la madrugada de aquel diez de julio: las siete acababan de sonar a lo lejos, justo cuando ella pasaba por el puesto de churros, que aun permanecía cerrado; y a esa hora, con paso firme y rutinario, los pies morenos de Carmen le conducían a las orillas del mediterráneo.
Comenzó a cantar.
"Amenábar, Amenábar,
moro de la morería,
el día que tu naciste
grandes señales había."
Había llegado al mar. A pesar de los horrendos edificios que se erigían a su espalda, a pesar de los cuidados jardines que bordeaban la playa y de las trasformaciones que había sufrido desde que era pequeña, el lugar poseía toda la prestancia y solemnidad que le corresponde al litorial mediterráneo. El clamor del agua espantaba una y otra vez a una bandada de gaviotas. Carmen, agitando los brazos, las imitaba. Al rato comenzó a pasear por orilla, cuya arena se esponjaba a su paso.
"Cuando tú naciste, moro,
la luna estaba crecida.
Estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida;
moro que en tal signo nace,
no debe decir mentira."
De pronto se encontró una montañita de conchas que el mar no ha conseguido arrastrar. Estás apresaban un papel que bailaba con la brisa marítima. Era un billete de Monopoly. En un instante la imagen de sus hermanos jugando con ella y la pandilla nublo su vista. Habían pasado ya quince años desde esas partidas que olían a salitre, protector solar y plátanos para merendar.
Siguió caminando con el billete entrelazado entre los dedos, pero había cesado su canción.
Se dio la vuelta y con pasos lentos se encaminó de nuevo rumbo a la ciudad, deteniéndose a cada momento y volviéndose para mirar la mar. Buscaba la palmera en la que se reunió con aquella misma madrugada. No podía creer que el muchacho que tanto le gustaba acabara de declararle, hace unas horas, su amor y menos que ella le hubiera rechazado con tanta torpeza y brusquedad. Por primera vez en su vida experimentaba el dolor de haber provocado, sin la menor intención, un sufrimiento cruel e inmerecido.
La conciencia no le concedía tregua; además, una vez que se marchó del arenal, tuvo la impresión de que para siempre había perdido algo muy querido y cercano que nunca volvería a encontrar. Que aquellos instantes no se repetirían.
Al llegar al paseo se detuvo pensativa. Quería encontrar la razón de su miedo. Ella siempre le había querido, pues todo encajaba si él se encontraba a su lado. Con total sinceridad se confesó a sí misma que se había dejado llevar por una frialdad juiciosa, un temor lleno de otros. Le aterrorizaba el fracaso porque ya no era una niña. Se reconoció a sí misma que le avergonzaba la profesión de aquel muchacho; no entraba en sus planes casarse con el dueño de un chiringuito playero. Pero, a pesar de todo, luchaba contra su incapacidad para captar la belleza en toda su profundidad, por más que aquella belleza se le hubiese enredado al corazón. Era el suyo un caso de vejez prematura fruto de su educación encorsetada, de la lucha meticulosa que había librado por alcanzar el éxito y de la vida desarraigada que había llevado de una ciudad a otra.
Desde el paseo se internó despacio, con desgana, por las calles de la ciudad. Allí, a través de los primeros chalets que el sol comenzaba a calentar, sintió que también se caldeaba su corazón.
Le entraron enormes deseos de recuperar lo que había perdido.
Carmen volvió sobre sus pasos. Le aguijoneaban los recuerdos y quiso disuadirlos cantando:
"Amenábar, Amenábar,
moro de la morería.
El moro que los labraba
cien doblas ganaba al día
y el día que no los labra
otras tantas se perdía."
Se dirigió rauda hacia el chiringuito. El sol comenzaba a picar y la arena se tranformaba en un brasero que la obligaba dar saltitos mientras el corazón le latía con fuerza y las manos le sudaban. Se detuvo en seco. Las gaviotas fueron las únicas en percatarse de su estúpido baile sobre la arena. Con un gesto de desaliento y un profundo suspiro decidió su camino.
Entonces él la llamó.
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