Olga Nafría.
La semana anterior al inicio de las clases, fue crítica. Me asustaba la universidad, supongo que por lo que entraña de novedad; siempre cuesta que la saquen a una de su sitio para volver a empezar: nuevos amigos, otro estilo de enseñar, un ritmo distinto de estudio... Sin embargo, mi miedo se acabó después de la primera clase. Era de Literatura. El profesor hizo una introducción preciosa, presentándonos las cosas que más me interesan y me apasionan. Salí del aula convencida de que la universidad iba gustarme. Ahora es como si llevara allí toda la vida.
Mi facultad se encuentra en el corazón de la ciudad. Es un edificio neogótico del siglo XIX, dividido en dos alas. Cada una de ellas se articula en torno a un patio. A un lado el de Ciencias y al otro el de Letras. Yo pertenezco a este último: estudio Filología.
Sé que es común la opinión de que mi carrera es de las fáciles, y no voy a oponerme. Es asequible aprobar y acabar como filólogo mediocre. Es cierto que hay quien viene a perder el tiempo (como en todas las carrerras, supongo). Sin embargo, también se encuentra gente con amor por las Letras, mucho interés por absorber conocimientos y la aspiración de descubrir al ser humano en profundidad. Para explicarlo, he inventado una metáfora: la Filología es como un buffet libre en el que todos los comensales “pagamos lo mismo” por entrar (es decir, tenemos las mismas asignaturas, horas de clase y lecturas obligatorias). Al finalizar los estudios universitarios, nuestro título valdrá lo mismo, aunque cada alumno habrá “comido lo que ha querido”. Somos libres de decidir hasta dónde queremos profundizar y cuanto más queremos leer, debatir, razonar y descubrir. Los que van más allá de lo puramente obligatorio, son los grandes.
Llevo un mes en la universidad y me siento como pez en el agua. Cada mañana entro en el edificio con ilusión y me dirijo al patio de Letras, el claustro alrededor del cual se encuentran las aulas. Tiene bancos de piedra y árboles. Es el lugar ideal para hablar y relajarse con los compañeros. Cuando me siento en uno de esas bancadas, no puedo evitar pensar que hace más de cien años, estudiantes como yo se reunían allí para charlar del futuro con sus colegas.
En el piso de arriba está la biblioteca, un espacio con un toque “harrypotteriano”. Es apasionante navegar entre las innumerables estanterías en busca de títulod mientras los retratos al óleo te observan desde sus marcos.
Me gusta mi facultad. Es una mezcla de conferencias literarias, humo de tabaco, acentos de todos los continentes y libros con hojas que amarillean. También hay una cafetería para esparcirse entre clase y clase, pancartas reivindicativas y debates improvisados sobre los temas más variopintos. A veces pienso que, si nos oyera la gente de fuera, pensaría que estamos locos. Pero, qué bien nos lo pasamos.
Cuando salga de aquí, no tengo ni idea de lo que quiero hacer con mi ocupación laboral. Tal vez me dedique dar clase, o quizá no. Lo que tengo claro es que me esperan unos años emocionantes, por lo que este es el momento de aprender y de abrir los ojos al mundo.
***
Son las nueve de la noche y acabo de finalizar un examen. En los corredores casi desiertos resuenan mis pasos de estudiante de primer curso. Ya ha anochecido. El viento sopla suavemente. Salgo del edificio, pero antes echo una última mirada al patio de Letras: la luna inunda con su luz el claustro sereno y silencioso, la brisa mece las copas arbóreas. Sintiéndome en un escenario de misterio, pienso: “Qué bonita es la universidad”.
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