Javi Taylor.
<<No quiero la muerte del malvado –dice el Señor- sino que cambie de conducta y viva>>. Ez.33-11.
La niebla cubría aquella fría mañana primaveral. El suelo, las ventanas y las paredes del pasillo por el que avanzábamos se encontraban pintados por una fina capa de humedad, y el vaho salía de mi boca formando pequeñas nubecitas que se diluían en la atmósfera. La Milla Verde irradiaba un frío mortal y oprimente.
Pronto, sin embargo, dejaría de sentir frío, calor. Tampoco dolor alguno. Quizás fuese mejor así. Alguien tenía que morir para conservar la seguridad de la nación.
El chirrido de la llave al girar en la cerradura me pilló por sorpresa. Habíamos llegado.
Entramos. Mientras me sentaban en la silla, un señor enchaquetado y de prominente constitución leía la redacción de mis crímenes a un público inexistente. Nadie había venido a acompañarme.
¿Por qué les iba a interesar ver morir a un pobre miserable como yo?
-El individuo John Davidson será ejecutado hoy, a las 09:15 del día cuatro de marzo de 1918, por orden de las autoridades competentes del estado de Texas, por el asesinato de Shara O´Donell y Henry Thompson, y por el ataque a un policía, el dos de octubre de 1917.
Aquel recordatorio inundó mi cabeza, pero esta vez no grité ni llore. Ya no me quedaban lágrimas que derramar.
La noche del dos de octubre nunca se borrará de memoria, ni en esta vida ni en la venidera.
***
La taberna irlandesa siempre se hallaba en bullicio a aquellas horas, así que no había podido conciliar el sueño cuando escuché las dos detonaciones. Me asomé a la ventana, pero no percibí señal alguna de vida. Deduje que la gente, por prudencia o simple indiferencia, tardaría un rato en asomarse.
Por aquel entonces era joven e impetuoso: me vestí a toda prisa y salí a la calle. Corrí hacia la dirección en la que se oyeron los disparos y acabé en una sucia callejuela sin salida. La farola estaba rota, por lo que apenas vi nada. Fue entonces cuando los encontré. Eran dos cadáveres que parecían corresponder a unos jóvenes recién casados. A su alrededor se había formado un amplio charco de sangre.
Pisé algo duro que patinó en el suelo, haciéndome caer de espaldas. Me levanté asustado y con la ropa manchada, para recoger el objeto que me había hecho tropezar. Era un revólver.
Un pitido me sacó del ensimismamiento.
-¡Ponga las manos en alto ahí!
El policía venía a mi encuentro.
Yo, con el revólver en la mano, me sumí en un profundo estado de shock.
-Queda usted dete...
Con los nervios crispados, sin medir lo que hacía, acababa de disparar contra el agente, al que herí en un muslo. Intenté huir, pero de pronto la policía me acorraló. Acabé entre rejas.
El juicio fue rápido. Todas las pruebas apuntaban hacia mí y nada hacía suponer lo contrario.
En diciembre me condujeron a la Milla Verde, en donde esperé el veredicto de mi condena.
***
Los guardias me ataron las muñecas a la silla, haciéndome volver a la realidad.
-La ejecución se llevará a cabo en la silla eléctrica. ¿Quiere el señor Davidson pronunciar unas últimas palabras? En ese caso, creo que podríamos empezar.
¿Qué podía decir? Era el ajusticiado. Ajusticiado por la Ley. ¿Quién podría oponerse a la Ley? Quizá fuese cierto. Quizá fui yo. Entonces, ¿por qué no iban a ejecutarme? Tal vez todo fue una historia que inventé para calmar mi conciencia. Si fuese cierta, habrían encontrado pruebas que demostraran mi inocencia. Sí, alguien me habría visto salir de casa o entrar en el callejón. Me parecía algo tan lejano...
Tanto si lo hice como si no, la escena pertenecía al pasado. Yo era inocente.
Noté el frío de la esponja mojada sobre mi cabeza. Se acercaba el momento. Apreté los puños y cerré los ojos.
-¡Accione la palanca sargento!
Y el sargento cumplió la orden.